Instintivamente me puse en pie, no podía comprender qué me
estaba sucediendo. De repente me había invadido una oleada de calor mareante y
espesa que me sobresaltó. Una especie de flujo electrizante y enérgico me
recorrió la espalda de abajo a arriba e hizo que todo mi cuerpo se estremeciera
durante unos segundos, como si una mano invisible me estuviera zarandeando
vehementemente. Mis manos comenzaron a temblar ateridas de frío, a pesar de
haber estado sentado unos minutos antes frente al fuego de la chimenea.
Anduve unos pasos vacilantes por la habitación sin saber muy
bien qué hacer ni a dónde dirigirme, y un miedo sobrecogedor se apoderó de mí. Pensé
que me desmayaría irremisiblemente o, peor aún, que había llegado mi hora, e
iba a morir de un momento a otro irremisiblemente.
Tambaleándome conseguí recorrer los escasos cinco metros que
me separaban del dormitorio. Cuando llegué ante la cama caí de bruces, desplomándome
sobre ella exhausto, y un dolor punzante e intenso en la frente me obligó a
cerrar los ojos. Me sentía fatal y no comprendía qué me estaba pasando. Para no
entrar en pánico hundí la cara en la almohada e intenté tranquilizarme. Puede
que inmediatamente después me quedara profundamente dormido o, quizás, lo que
sucedió es que perdí el conocimiento; no sabría decir qué me sucedió
exactamente.
Cuando volví en mí tenía la sensación de que solo habían
transcurrido unos segundos, pero también podría ser que hubiese permanecido en
aquel estado de inconsciencia varias horas.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para incorporarme lo
suficiente como para conseguir girarme y tenderme boca arriba sobre el colchón.
Cuando lo conseguí, por fin, abrí los párpados lentamente: los pocos objetos
que alcanzaba a ver se difuminaban ante mí en un color rojo pálido y daban
vueltas y más vueltas alrededor de la habitación, sin detenerse nunca, como si
hubieran caído dentro de un torbellino incesante.
Tenía la frente empapada en sudor y sentía en el paladar un
intenso sabor metálico y ácido.
Volví a cerrar los ojos y permanecí inmóvil durante unos
pocos segundos. El silencio era absoluto a mi alrededor, excepción hecha de un
persistente zumbido grave y próximo que me recordaba al sonido que produce la
corriente eléctrica al vibrar en cables y transformadores, pero de dónde podía
proceder aquel ruido, nunca antes había escuchado nada que se pareciera a aquel
extraño sonido en las inmediaciones. A aquella cabaña abandonada, situada en el
centro de la explanada que se extiende sobre la meseta del Ojnarán, no llegan
ni veredas ni caminos, ni mucho menos carreteras.
El núcleo urbano más próximo se encuentra a más de cuarenta
kilómetros, y la única vía de acceso conocida, para alcanzar aquel paraje, es
un despoblado e intransitable cortafuegos de montaña jalonado de losas de
pizarra semienterradas y bloques quebrados de granito, que exhiben sus afiladas
aristas surgiendo del terreno como amenazantes navajas capaces de hacer
desistir de su empeño al explorador más temerario. Además, aquel desfiladero
infernal termina de forma abrupta en una pared natural muy escarpada,
inaccesible para los pocos excursionistas y senderistas que consiguen llegar
hasta ella, y por supuesto para alcanzar la cima de la impresionante roca, que
se eleva verticalmente sobre el terreno a más de cincuenta metros de altura, es
preciso ser montañero experimentado y disponer de un buen equipo de escalada.
Por esta razón nunca antes, durante los once largos meses
que llevaba viviendo solo en el lugar más aislado del mundo había visto a nadie,
ni había oído otros sonidos que no fuesen los trinos de las aves que anidan en
los árboles que circundan las explanada; los silbidos del viento ululando entre
las ramas y colándose a borbotones por los resquicios de de la puerta y las
desvencijadas ventanas de la cabaña; o el obstinado y adormecedor murmullo de
un hilillo de agua clara y sabrosa que brota sin cesar de las entrañas de la
tierra sobre una pileta natural de caliza y luego fluye por un somero cauce,
serpenteante y famélico, bordeando la cabaña por su lado sur y acaba despeñándose
en una diminuta cascada, sobre una laguna que el agua y el tiempo formaron al pié del promontorio.
Mis oídos, después de tanto tiempo, se habían
desacostumbrado a los ruidos molestos e insalubres de la ciudad. Ahora, por
suerte, solo percibían de vez en cuando el ruidoso e insistente golpeteo de la
lluvia repiqueteando sobre el viejo tejado o, como mucho, los sobrecogedores
truenos de un par de dantescas y aparatosas tormentas a principios del verano
pasado.
Además, tampoco podía tratarse de un zumbido eléctrico, pues
el trazado de la línea de alta tensión más cercana discurre a más de dos kilómetros
al noroeste. Ni, por supuesto, a algún artilugio humano motorizado, porque no
hay ninguna carretera, camino, vereda o sendero que llegue hasta aquel perdido
lugar de la sierra.
Volví a abrir los ojos. Un intenso y vibrante destello
luminoso, proveniente del exterior, penetraba en la habitación a través de los
cristales de la ventana inundando de un resplandor color rubí las paredes y los
muebles, que refulgían como metal al rojo vivo.
Mientras mi cerebro trabajaba frenéticamente para intentar
encontrar una explicación coherente a lo que estaba sucediendo me puse en pie
indeciso. Estaba aterrorizado, pero tenía que ir a mirar qué estaba sucediendo
afuera.
Entonces escuché un terrible impacto, algo parecido a una
gran explosión, y la tierra comenzó a temblar fuertemente. Varios objetos
cayeron de las estanterías y las maderas del techo y las paredes crujieron como
si la cabaña se fuese a derrumbar. Instintivamente me refugié bajo la cama, por
si el techo cedía; era de esperar que si caía sobre mí alguna de las pesadas
vigas que soportaban la cubierta del cobertizo, el colchón amortiguaría el
golpe.
Unos segundos después el terremoto cesó. Dejó de oírse el
penetrante zumbido y la espesa luz roja desapareció.
Salí de debajo de la cama y corrí hacia el exterior en busca
de la seguridad del campo abierto, pero no llegué a atravesar el porche, ¡no
pude!, me quedé petrificado justo al rebasar el umbral de la puerta, sin dar
crédito a lo que mis ojos estaban viendo: a unos cincuenta metros ante mí, justo
en el centro de la explanada, se erguía estática una colosal esfera de color
gris brillante que parecía levitar a un par de metros del suelo. Me pareció que
debía ser de metal, de alguna rara aleación. El artefacto se veía desdibujado y
borroso, como si estuviese apareciendo y desapareciendo continuamente. En la parte superior de la inmensa bola, multitud
de hileras de débiles haces de luz amarillenta parpadeaban sin cesar y desde la
base hasta su cenit se observaban unas figuras romboidales, regularmente
distribuidas por todo el perímetro de la esfera a modo de grandes gajos de
naranja de color rojo, que brillaban en la oscuridad.
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