(Algunas líneas de un capítulo de mi novela, en ciernes.)
Avelino era alto, desgarbado y seco como un palo y, aunque era más bien guapo que feo, daba un poco de miedo mirarle a la cara porque, estando él en penumbra, sus vivaces ojos verdes refulgían como si tuviesen brillo propio, y cuando lo veías a plena luz sus diminutas e inquietas pupilas negras se te clavaban en el sentido intimidando al más pintado.
Seguramente era por esa mirada suya tan apabullante y siniestra por lo que le llamaban el Gato, aunque es de suponer que algo tendría que ver también la barba con la que adornaba su faz: una especie de perilla rubia y lacia acabada en dos mechoncillos casi blancos, como los que tienen las chivas de los linces ibéricos, la cual, junto con sus taimados ojillos, otorgaba a su semblante un marcado aire astuto y ladino.
Seguramente era por esa mirada suya tan apabullante y siniestra por lo que le llamaban el Gato, aunque es de suponer que algo tendría que ver también la barba con la que adornaba su faz: una especie de perilla rubia y lacia acabada en dos mechoncillos casi blancos, como los que tienen las chivas de los linces ibéricos, la cual, junto con sus taimados ojillos, otorgaba a su semblante un marcado aire astuto y ladino.
El Gato vivía con su madre, María Juana Pacheco, apodada la Rica porque tras enviudar a los treinta y dos años de edad heredó de su marido, Manuel Fonseca, más conocido como Manolillo el del Brillante, una finca de olivos hermosísimos y generosos, de esos que a poco que les caigan cuatro chaparradas cómo y cuándo es menester son capaces de echar doscientos kilos de aceitunas.
El olivar, en verdad, era una bendición, a pesar de que Paca, la Rata, amiga íntima de María Juana desde la infancia, se empeñase en que aquella finca estaba maldita y le hiciese malas tripas a la viuda con la pretendida agorería: decía la buena mujer que Manolillo había muerto tan joven por haber comprado aquel campo.