Hoy Monti entró en nuestra habitación a toda velocidad, echó dos vueltas de llave y se lanzó sobre mí en plancha. Sin darme tiempo a reaccionar me tapó la boca con una mano y con el índice de la otra gesticuló con vehemencia pidiéndome que guardara silencio.
Debían de haber transcurrido treinta o cuarenta minutos, a lo sumo, desde que acabamos de comer. Yo, como siempre, tras tomar el último bocado había subido al cuarto para echar una cabezada. Ya sabes, querido diario, que eso es lo que hago todos y cada uno de los santos días aunque caigan chuzos de punta. Desde luego lo último que esperaba hoy es que nadie, ni siquiera él, viniera a fastidiarme el momento más placentero del día.
Además, Monti no es de siesta, ni de sofá. A él se lo comen los nervios si tiene que permanecer echado en un colchón o sentado en una silla durante mucho rato. La verdad es que ¡nunca para quieto!
Después de comer, si hace frío o llueve, suele quedarse en el salón grande, jugando al pañuelo o a las peleas con los demás chavales. Cuando hace calor, como ahora, baja al río a bañarse o zascandilea solo por los campos en busca de emociones.