martes, 29 de septiembre de 2015

Unos párrafos de mi novela "Rufo"

Hoy Monti entró en nuestra habitación a toda velocidad, echó dos vueltas de llave y se lanzó sobre mí en plancha. Sin darme tiempo a reaccionar me tapó la boca con una mano y con el índice de la otra gesticuló con vehemencia pidiéndome que guardara silencio.
Debían de haber transcurrido treinta o cuarenta minutos, a lo sumo, desde que acabamos de comer. Yo, como siempre, tras tomar el último bocado había subido al cuarto para echar una cabezada. Ya sabes, querido diario, que eso es lo que hago todos y cada uno de los santos días aunque caigan chuzos de punta. Desde luego lo último que esperaba hoy es que nadie, ni siquiera él, viniera a fastidiarme el momento más placentero del día.
Además, Monti no es de siesta, ni de sofá. A él se lo comen los nervios si tiene que permanecer echado en un colchón o sentado en una silla durante mucho rato. La verdad es que ¡nunca para quieto! 
Después de comer, si hace frío o llueve, suele quedarse en el salón grande, jugando al pañuelo o a las peleas con los demás chavales. Cuando hace calor, como ahora, baja al río a bañarse o zascandilea solo por los campos en busca de emociones.
Hoy, mientras comíamos, me hizo saber que bajaría a probar el nuevo invento. Uno que hemos pergeñado siguiendo las instrucciones de Bernabé, el pastor que suele andar con sus cabras y su palomino por los pastizales de la Dehesa del Obispo, al otro lado del río. 
El sábado pasado, por la tarde, lo vimos a lo lejos y fuimos a saludarlo. Sobre todo para que nos dejara jugar un rato con Kira, su magnífica perra collie. Le acompañábamos dando un paseo junto a la margen derecha del río cuando, al llegar a la altura de la Poza del Ahogado, vimos, casi en la misma orilla, una magnífica trucha arco iris que inesperadamente saltó sobre el agua y tras agitarse un par de segundos en el aire, brillando como un rayo de luz plateado, cayó chapoteando a solo un par de metros de dónde nosotros nos encontrábamos. Todos gritamos alborozados y corrimos al agua lanzando piedras y palos para intentar apresarla, pero el animal desapareció con la misma fugacidad con la que había aparecido. 
Bernabé nos recriminó por armar tanto jaleo arguyendo que había visto unos cientos de metros más abajo a unos pescadores sigilosos a los que nuestros gritos y chapoteos debían haber molestado mucho.
Tras aceptar nuestras disculpas, nos contó cómo, cuando era aún muy pequeño, su padre le enseño a pescar -de bayo-, es decir, utilizando como cebo las mariposas del gusano de seda. Por esa razón, él, desde entonces, las cría. 
Nos explicó que los huevos que ponen estos animalitos, de los que nacen los gusanos de seda, eclosionan a mediados de mayo y, a partir de ese momento, hay que alimentarlos con ingentes cantidades de hojas frescas de morera que los bichos devoran con fruición. Después, en verano, los gusanos dejan de comer y se afanan en construir bonitos capullos de seda amarillos y blancos, en los que se introducen, permaneciendo encerrados allí durante quince o veinte días, transcurridos los cuales se convertirán en las ansiadas y orondas mariposas que, según nos aseguró él, sin duda hacen las delicias de las truchas y los black bass. 
Pero por desgracia para nosotros esas mariposas solo viven un par de semanas y él ya había utilizado todas las que consiguió este año, así que, en todo caso, si seguíamos interesados en aprender la técnica de la pesca de bayo, Bernabé nos dijo que tendríamos que esperar al próximo verano.
Al ver nuestras caras de desilusión, por haber llegado tarde al evento, insinuó que, de todas formas, si aún queríamos intentar pescar truchas esta temporada él podía decirnos cómo hacerlo utilizando un cebo secreto, casi tan bueno como el de las mariposas de la seda. Por supuesto, todos, sin excepción, gritamos jaleando que no le íbamos a dejar marchar hasta que nos dijera cual era ese cebo misterioso. 
Bernabé se hizo de rogar, pero al final nos explicó que a las truchas les encanta el queso; cuanto más oloroso y añejo mejor. Así que, si queríamos intentarlo este verano, sólo teníamos que hacernos con un buen trozo de queso curado y usarlo en forma de pequeñas bolitas clavadas en un anzuelo.
Antes de despedirse de nosotros nos obsequió con un puñado de crines blancas arrancadas de la cola de Aníbal, su precioso caballo ruano y bayo, y nos enseñó a construir con ellas un sedal de cinco hebras con nudos de agua lo suficientemente fuerte como para aguantar los embates de una trucha de esa envergadura.
Anoche, de madrugada, Monti y yo bajamos sigilosamente a la cocina y rebuscamos en los cajones de los aparadores hasta que encontramos uno de esos tapones largos de corcho que llevan las botellas de vino que se bebe a escondidas Angustias, la vieja que ayuda a Magdalena en la cocina. Bernabé nos había explicado que debíamos atar un corcho con un nudo escurridizo a unos cincuenta o sesenta centímetros de la punta de un sedal, al final del cual debíamos afianzar el anzuelo medio oxidado que encontró días atrás Juanma, el pelos, enganchado en unas ramas junto al río.
Entre el anzuelo y el improvisado flotador hemos anudado también un trocito de tubería de plomo, lo suficientemente pequeño como para permitir que el corcho flote y no se hunda cuando sumerjamos el anzuelo con el cebo en el agua.
Esta mañana convinimos con los demás chicos del negocio que se harían turnos para bajar al río a intentar pescar la trucha con el invento.
A Lorenzo “cuello de goma” se le ha ocurrido que, si conseguimos capturarla, podríamos negociar con la cocinera para que nos la canjee por algún manjar. A todos nos ha parecido una magnífica idea, así que hemos decidido que una vez hayamos pescado al animal entrará en acción Facundo, “el triles”, esperamos que él, gracias a su excepcional facundia, y puesto que la trucha con jamón es el plato preferido de doña Engracia, consiga convencer a Magdalena para que nos cambie el pez por una libra de chocolate, la cual, por supuesto, repartiríamos entre los cinco. 
Hoy, durante el almuerzo, “el fideo” se guardó en un bolsillo su porción de queso manchego y más tarde le vi marchar en dirección al río muy ilusionado. Por esa razón no le esperaba tan pronto en la habitación. Y menos comportándose de esa forma tan extraña y brusca.

Quiero dejar constancia, y me parece apropiado hacerlo en este momento, que en esta santa casa a nadie le llaman por su nombre. Aquí, en cuanto entras por la puerta ya te están poniendo un alias. Por eso todos, sin excepción, tenemos el nuestro, incluso los profesores y el personal de servicio. 
De este fastidioso menester de "marcaje" se encarga el consejo de veteranos, constituido por doce vocales y un presidente. Éste es un chico mayor, de unos catorce años de edad, al que todos llaman “Pi”. Nadie sabe a ciencia cierta el porqué de ese nombre, aunque existen varias teorías al respecto. Sus allegados, los chicos del consejo, arguyen que son las iniciales de “Primo Imperator”, expresión que viene a significar algo así como “primer gran padre”. Supongo que dan esta explicación para amedrentar a los más pequeños y mantener su hegemonía en la casa. Otros, externos al consejo, afirman que el apodo proviene de la decimosexta letra del alfabeto griego que, como todo el mundo sabe, corresponde a nuestra –pe- latina. Como el nombre del muchacho es Pedro y el primer apellido Iribarne, se supone que de ahí provienen la -p- y la -i-. 
También hay quien asegura que, en realidad Pi, es el apellido de la abuela materna del muchacho y, por tanto, el segundo apellido del padre. Los defensores de esta teoría aseguran que Pedro quedó huérfano de ambos padres a la edad de dos años, razón por la cual fue criado por su abuela, hasta que a la muerte de esta hubo de ingresar en el internado, adoptando entonces el apellido Pi en conmemoración suya. 
Otra versión, quizás la menos popular de todas, se basa en que el chico remanece de la Localidad de Pi, una pequeña población de la comarca de la Baja Cerdaña, en la provincia de Lérida. Sus defensores sostienen que está meridianamente claro que es de ahí de donde le viene el enigmático sobrenombre.
De cualquier forma, le venga de dónde le venga el apodo, lo verdaderamente relevante en esta historia es que Pi es el que decide en última instancia, de entre todos los motes propuestos por los miembros del consejo, cuál es el que ha de imponerse al “pollito”. Término, éste último, con el que se conoce a los recién llegados antes de que les sea asignado su alias. 
En cuanto PI da la orden, inmediatamente se hace correr el nuevo mote de boca en boca, para que se sepa y ya no haya dudas al respecto. 
Por supuesto, con esta tradición de los motes, lo único que pretenden los veteranos es exagerar, afear o criticar cualquier característica física o fisionómica apreciable que distinga al recién llegado de los demás. Por esa razón, cualquier peculiaridad, sea de la índole que sea, o el más mínimo defecto que ellos atisben en tu persona, por nimio que a la gente normal le pueda parecer, te traerá como inexorable consecuencia que, si el albur de la providencia decidió traerte hasta aquí, se te conozca ya, a partir de ese momento, como: “caracaca”, “seisdedos”, “pataleto”, “salchichón” … o “el chato”. Este último, por ejemplo, es el que le pusieron al buenazo de Santos Urrutia, un chicarrón del norte, alto y desgarbado que, al contrario de lo que su mote da a entender, es propietario orgulloso de una inmensa nariz, ¡la nariz más grande que yo haya visto nunca! 
También es verdad que a la mayoría de los chicos, con el tiempo, se les muda aquel primer mote que les fue otorgado a bote pronto por otro más meditado y consecuente. Y, si tienes suerte, o alguno de los viejos te echa una mano, puedes incluso conseguir que te lo cambien por otro más llevadero, o menos ingrato al menos. Aunque, en general, lo que suele ocurrir es que en la mayoría de las ocasiones el nuevo mote es incluso peor que el que te colocaron nada más llegar y probablemente incluso mucho más explícito, dañino y vergonzante que aquel primero que tan ofensivo te parecía. 
Si tienes la mala suerte de que el calificativo que se eligió para ti tenga que ver con tu biología, puedes llegar a ser conocido como el “pestoso”, el “esmayao”, el “tití” o como le pusieron a Porfirio Roa, que padece de estrabismo el pobre: el “vizcocho”. 
También se dan algunos casos extremos en los que el mote no te es asignado por méritos propios sino por ascendencia, recurso al que los inquisidores suelen recurrir cuando, de entrada, tras devanarse los sesos en asamblea, entre todos no son capaces de apreciar en la víctima ninguna particularidad lo suficientemente evidente o digna de ser ridiculizada. En este caso te puedes encontrar con que te llaman “celdilla”, como es el caso de Miguel Carcelén, un niño pequeño, lozano, esbelto y bien plantado, que se quedó completamente solo y desamparado en el mundo, va a hacer ahora dos años, cuando su padre fue condenado a catorce años de prisión por atraco a mano armada, y, en consecuencia, encarcelado. O “ramerin”, un rubiales díscolo y alborotador, hijo de una hetaira que fue asesinada hace algo más de un año en un burdel de Manzanares.
Aunque también puede ser que tengas suerte y te coloquen uno mucho más light, como el que le pusieron a Marcial Hidalgo, un chiquillo de Utrera, más bueno que el pan, cuyo progenitor, un acaudalado terrateniente, se pegó un tiro una noche de jueves santo, tras arruinarse en el casino de su pueblo jugando al bacarrá; “milloneti" le dicen a este, seguramente porque tuvo la suerte de caerle bien a alguno de los impasibles inquisidores.
Y, si es por cuestiones actitudinales, disponemos también en La Mimbrera de un “matapollos”, un “chupa”, un “soba”, un “manos-negras” y un “tremenda”.
Y por aptitudes, aficiones, o hábitos culinarios, que yo recuerde, tenemos a “ajoharina”, “barjilla”, “cebollo” y “canuto”.
En fin, todo un zoológico de sobrenombres e individuos. A mí me pusieron: el “zanahoria”, por el color de mi pelo y por ser culón. La verdad es que no es malo del todo este apodo, hay otros mucho más denigrantes. Y menos mal que aún no les ha dado por cambiármelo, porque desde luego yo preferiría quedarme con este para siempre. Ojalá así sea.
A mi colega Monti le dicen “el fideo”, lo que no es de extrañar siendo él rubio, alto y extremadamente delgado.Como tú sabes, querido diario, él es mi mejor amigo. Bueno... quizás sería más exacto decir que, en realidad, es el único amigo de verdad que tengo. 
Pero continúo con los hechos de hoy. Unos segundos después del inesperado ataque del fideo, llamaron a la puerta. Monti me miró con los ojos muy abiertos y meneó la cabeza como un poseso, volviendo a exigirme que guardara silencio con su dedo índice extendido ante los labios.
Forcejee intentando liberarme, pero fue en vano, me tenía bien sujeto el canalla, así que, como no me podía mover ni articular palabra opté por no resistirme y me quedé quieto esperando resignado a que él me liberara.
Acto seguido volvieron a tocar en la puerta por segunda vez, pero esta vez más suavemente, apenas rozando la madera con los nudillos. Ni Monti ni yo movimos un solo músculo, hasta que por fin, tras un largo silencio, oímos pasos que se alejaban y luego el chirrido de la primera tabla chivata nos tranquilizó. 
Antes de proseguir creo necesario explicar también esta cuestión de las tablas chivatas. Monti y yo llegamos aquí cuando solo existía la casona, sin sus anexos. Un par de meses después de nuestra llegada, doña Engracia mandó construir dos barracones a lo largo de la explanada trasera del cortijo, en ellos residen ahora los diez muchachos que han llegado a La Mimbrera durante los dos últimos años. 
Como decía, a nuestra llegada, antes de que se construyera el nuevo pabellón de madera, no quedaban habitaciones libres en las plantas inferiores de la casona, así que a Monti y a mí nos alojaron juntos en el que hoy es nuestro minúsculo y desvencijado cuarto, en la habitación abuhardillada de la tercera planta, junto al desván. Por cierto, desde entonces, los chicos llaman a nuestro cuarto “el puchero”, por aquello de la sopa de zanahorias con fideos.
Doña Engracia vive sola en la habitación de los balcones, una estancia anexa construida sobre el porche del lado Oeste de la casona.
En tres de las ocho habitaciones de la primera planta, las más próximas al cuarto de los balcones de Doña Engracia, habitan la cocinera, su ayudanta y las dos chicas que se ocupan de la limpieza del internado. Otras tres habitaciones, las más orientales, están ocupadas por los profesores. En una vive Don Melchor, él nos da clases de matemáticas. Es un tipo alto y delgado con voz de pito, que usa lentes gruesas y siempre lleva una bufanda o un pañuelo al cuello, aunque sea verano. Este comparte habitación con Pitagorín, que en realidad se llama Don Genaro, y es nuestro maestro de ciencias. Es un señor enclenque, bajito, huesudo y pajizo, con dedos finos y larguísimos, que se esconde tras un bigote largo y blanco de puntas retorcidas. Las clases de don Genaro son las más divertidas de todas, porque nos enseña a diseccionar ranas y ratones. A veces nos lleva de excursión lejos de la finca, para que cacemos moscas, mariposas y otros insectos que luego hincamos, atravesando sus cadáveres con largos alfileres, sobre grandes pliegos de papel de estraza. Además, casi todos los miércoles, en primavera, lleva a cabo divertidos experimentos con explosiones, humo y fogonazos de colores, en el cobertizo de los aperos. 
En la habitación contigua, mora en soledad Don Sixto, el maestro de Filosofía, Ética y Moral. Este hombre es una especie de cilindro andante rodeado de un barrigón prominente que lo envuelve completamente, como si viviese dentro de un enorme neumático inflado. Además está completamente calvo y tiene la tez tan roja que parece que le hubieran arrancado la piel, por eso, por lo rojo y lo orondo, le llamamos el “tomate”. 
Junto a él habita Don Miguel, el cojo, alias “barba roja”, profesor de Lengua y Literatura, que comparte alcoba con Don Roque, más conocido como “el loco”, porque anda todo el día meneando la cabeza, como si siguiera el ritmo de melodías imaginarias que nadie más que él escucha, y resopla y hace ruiditos extraños con los labios constantemente mientras tamborilea sobre las mesas con los dedos y hace aspavientos en forma de cruz, marcando el compás con su mano derecha. El loco, como no podía ser de otra forma, nos enseña Música e Historia del Arte.
Los chicos que habitan en el edificio principal ocupan, de a dos, las ocho habitaciones de la segunda planta y las dos centrales de la primera, las más alejadas de la escalera principal. 
Todos los chicos, sin excepción, tienen terminantemente prohibido subir al ático. Todos excepto Monti y yo, claro. Por eso solo nosotros conocemos el ático palmo a palmo. El suelo es de tarima hueca, construido con una madera oscura y seca, antiquísima, lo que hace que cada tabla produzca un sonido único y especial al pisarla. 
Monti y yo hemos tenido tiempo más que suficiente, en los veinticuatro meses que llevábamos internos aquí, para aprender a localizar el lugar exacto de donde procede cada crujido.
A cada tabla le tenemos asignado un nombre particular y unas coordenadas, y a estas alturas, tras arduos entrenamientos, ya somos capaces de conocer con precisión absoluta de qué lugar exactamente procede cualquier crujido, ya sea por pisada de persona o de animal. 
Todos los días invertimos al menos media hora en perfeccionar esta disciplina. Uno de nosotros sale al pasillo, preferentemente durante la noche, aprovechando el silencio absoluto que reina en la casona cuando todos duermen. El que hace de marcador camina varios pasos y se detiene en cualquier lugar. El otro, desde dentro del cuarto, tiene que averiguar donde se ha detenido exactamente y cantar el nombre de la tabla sobre la que se encuentra. Ya nunca fallamos. 
Así que, cuando escuchamos hoy la primera tabla chivata, concretamente la E1 del rellano, supimos que quien había llamado a nuestra puerta estaba ya bajando la escalera, por eso Monti, en ese preciso momento, me liberó y me pidió disculpas.
Le exigí que me explicara sin dilación quien era la persona que le había perseguido hasta nuestro cuarto y por qué lo había hecho, advirtiéndole de antemano que si se había vuelto a meter en líos esta vez no contaría conmigo para zafarse del castigo.


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