lunes, 9 de junio de 2014

Tejeduría de lux.

Breve fragmento del primer capítulo de mi novela en ciernes: TEJEDURÍA DE LUX.


CAPÍTULO I

Tocaba a su fin la primavera de mil novecientos nueve, cuando nació Agapito, fruto del amor, inefable, por cierto, para casi todos los que conocían bien a sus progenitores, entre Agustina Ponte Abajo, hija única del fundador de la compañía zapatera Opa-Denguno, y Casimiro Mira Salido, un clérigo salmantino arrepentido, que abandonó los hábitos súbitamente por amor a ella, yendo a casarse, en primeras nupcias, claro, pues era cura entonces, con aquella zurumbática y, mire usted por donde, sin embargo adinerada mujer.
Aunque, dada la premura con la que se llevó acabo el enlace, a la patente diferencia entre gustos y caracteres, y la abismal diferencia de clase social existente entre los consortes, la mayoría de los viejos, y algunos jóvenes resabiados del lugar, comentaron que aquello, con toda seguridad, no habría de llegar a buen puerto, si no que haría aguas en cuanto cambiara la dirección del viento, pues aquel inopinado enlace, para ellos, no era más que un maquiavélico y cruel dislate. 
Y… ¡vaya si acertaron!. Resulto que, efectivamente, tal y como los malpensados habían presagiado, y no hubo de transcurrir mucho tiempo para que los acontecimientos les dieran la razón, el repentino y místico enamoramiento del curilla y su promesa de amor eterno no habían sido más que un deslumbramiento pasajero e inconsistente. Que así fue como se glosó la historia en versión oficial. Exégesis harto eufemística, pero muy apropiada, eso sí, para suavizar el hiriente vilipendio infringido a la familia de la afrentada, dada la rancia alcurnia y el gran abolengo de la saga. 
Aunque la realidad de los hechos, como bien previeron aquellos recelosos en su día, es que la pretendida historia de amor no había sido sino una pérfida asechanza; una aviesa pantomima interesada del susodicho; una estudiada maniobra de cariz pecuniario llevada a cabo por el clérigo, con el único propósito de hacerse con los caudales de Agustina. 
Así, los pretendidos sentimientos con la misma celeridad que llegaron se fueron y tan solo cinco meses después del pomposo y jaleado enlace, cuando consideró que ya había distraído para su bolsa suficiente pecunia, amén de joyas y demás enseres de valor del patrimonio de la embobada heredera, el inquieto clérigo, el estafador al fin, convertido ya en prófugo conyugal de vocación, como se demostraría con el tiempo; pues contrajo nupcias con otras cinco mujeres a lo largo de su vida, los abandonó a ambos, en beneficio propio y en el de una voluptuosa, explosiva y dicharachera cómica de la que se enamoró perdidamente. 
Segundo enamoramiento éste que se produjo muy a su pesar y como por arte de magia o encantamiento. Que así fue cómo, bajo la mirada escrutadora y desconfiada de Don Jesús de la Cruz Colgado, encargado general de la empresa zapatera y mano derecha del ama, que no le quitó ojo hasta que salió del edificio, justificó el de Salamanca su deserción matrimonial, mientras recogía sus pertenencias y aguantaba el chaparrón de improperios y reproches que le estuvo champando, a bocajarro y sin ninguna contemplación, el hombre de confianza de los Ponte, que le recriminó sin cesar lo desagradecido que había sido con la señora y lo poco o nada que mereció el cariño sincero que todos los miembros de aquella carpetovetónica y ejemplar familia le profirieron generosamente desde el mismo día de su casamiento. 
Casimiro se justificó explicando los hechos a su manera. Contó que, encontrándose él en lo más recóndito de la trastienda de la fábrica, ordenando unos estantes, se le acercó muy azorada Úrsula Lamas Zorrilla, que así se llamaba la cómica en cuestión, y le preguntó si él sería tan amable de ayudarle a ajustarse los cordones de las botas inglesas que se estaba probando, porque a ella le estaba resultando del todo imposible hacerlo a causa de un fortísimo e inoportuno dolor de espalda que le impedía doblar el espinazo. Y el de Salamanca, que no sabía decir que no a una mujer hermosa, se arrodilló ante la moza, y con los sudores de la muerte y sus manos trémulas pero certeras le fue ciñendo parsimoniosamente los cordones, agujero tras agujero, desde abajo hasta arriba, con paciencia y con tesón. Y resultó que, a punto de dar término a tan íntima y sutil tarea, cuando anudaba el lazo de remate a los delicados cordones de crin de caballo, no un momento antes ni un momento después sino ¡en ese preciso instante!, ella, azarosa y ardiente, aguzando su indómito instinto sicalíptico, dejó escapar de su pecho un leve suspiro, tras el cual, Casimiro sintió un irresistible sulibeyo repentino y cautivador, mágico dijo él, y supo entonces, con absoluta certeza, que aquella y no otra debía ser la mujer de su vida y ya jamás habrían de separarse. 
Por cierto, supongo que os gustará saber por qué los operarios llamaban así a ese modelo de botas en su argot fabril. Pues bien, no era porque tuvieran que ver con el país anglosajón, si no porque eran de caña alta. Tan alta era la caña de aquel modelo de botas que llegaba hasta las mismísimas ingles de las criaturas que las portaban, de ahí lo de “inglesas”. Probablemente esa particularidad influyó de algún modo en el encantamiento del que fue víctima aquel pobre hombre. 
Y un dato más, ese modelo de bota lo inventó el bisabuelo Abundio, que era muy creativo, experimentando con prototipos varios de borceguís con calza integrada, diseñados por él con el propósito de fabricar un tipo de zapato que solucionara definitivamente la “continua refrialdad bajo las sayas”, delicado problema  del que adolecía la bisabuela Socorro Abajo Braga.
Y mira tú por dónde, lo que son las cosas y redundando en lo de Mira, si en aquel entonces los borceguís de piel con calza de lana sirvieron para solucionar satisfactoriamente el gélido problema de su esposa, años más tarde, un par de aquellas mismas botas, ceñidas esta vez a los jamones de una cómica, le costaron el divorcio de su hija. 
Designio divino supongo yo. Pero retomemos el hilo. Agapito pasó de la más tierna infancia a su madurez sin disfrutar de los disparates y las gratificantes locuras de la adolescencia, pues, al carecer de un padre que hiciera frente al negocio mientras él jugaba y se divertía como los demás niños y de una madre con dos dedos de luces que hubiera podido suplir en todo caso la carencia de ese padre, se vio, más que obligado, compelido, a dejarse de juegos y chiquillerías para atender sus responsabilidades empresariales ...///...


Autor: Dimas Luis Berzosa Guillén.


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