miércoles, 8 de octubre de 2014

LOLA Y EL SILENCIO DE LOS LIBROS...



Mi interés por la lectura surgió por accidente, cuando yo aún no sabía que los pensamientos están hechos de frases y las frases de palabras. Por aquel entonces yo ni siquiera era capaz de intuir la existencia de las letras del abecedario. De hecho, mis hermanos y yo, conocíamos el sonido de unos cuantos vocablos solo, un par de docenas o tres a lo sumo, que eran los que oíamos más a menudo por los lugares en los que solíamos movernos, y a estos era a los únicos que prestábamos atención, si se los escuchábamos decir a alguien. No obstante, la necesidad y la experiencia nos habían enseñado a distinguir las buenas de las malas palabras: las que no representaban ningún peligro e incluso podían reportarnos beneficios, de aquellas otras, ante las que más valía echar a correr si las oías, porque significaban dolor o peligro inminente.
Pero yo iba un poco más allá, pues, con entrenamiento y sin la ayuda de nadie, había llegado a conocer el significado intrínseco de algunas de ellas, las más fáciles, por supuesto, y ya era capaz de visualizar en mi cabeza los objetos o acciones a las que hacían referencia. No me importaba invertir horas y horas en pensarlas y repensarlas, intentando asociarlas con lo acontecido inmediatamente después de que hubieran sido dichas. Así, cada noche, echaba mano de los recuerdos y me estrujaba los sesos para revisar el escenario en el que había sido pronunciada tal o cual palabra, para relacionarla con lo sucedido. Y, a base de filtrarla, ubicarla y reubicarla, siempre conseguía averiguar su significado; cosa que, por cierto, ninguno de mis hermanos hacía jamás, a ellos no les importaban las definiciones, solo se guiaban por la entonación, la velocidad y el énfasis de las declamaciones y en función de ello actuaban. Pero, a pesar de mi dedicación, en realidad no eran muchos los vocablos que yo podía comprender, sobre todo porque en nuestra familia, como es lógico y normal, las palabras siempre estuvieron incuestionablemente prohibidas.

Pero empecemos por el principio. Mis tres hermanos y yo nacimos en verano, a las afueras de un pueblecito cálido y tranquilo, cerca del mar. Nuestro padre nos abandonó, como suele pasar siempre, mucho antes de que tuviera lugar nuestro alumbramiento, y nuestra madre tuvo que sacarnos adelante sola. En aquel lugar la comida escaseaba, así que nos vimos obligados a echarnos a la carretera en busca de otro sitio, en el que a mamá le resultase más fácil encontrar víveres para alimentar tantas bocas. Anduvimos por el campo extraviados, hasta que por fin, cuando estábamos casi exhaustos, al atardecer del tercer día, encontramos una bonita granja de cerdos, y en ella un confortable establo de madera lleno de alfalfa, paja seca y cimbeles de esparto. A todos nos encantó el lugar. 
El granjero, un vejete alegre y cantarín, fue muy amable con nosotros. Aunque su esposa, una señora rolliza y gritona que nunca abandonaba la casa y siempre estaba sentada en una gran silla de ruedas motorizada, no dejaba de amenazarnos desde el porche con un largo bastón. Él viejo nos proveyó de agua y pan desde el mismo instante en que llegamos, sin pedirnos nada a cambio. Y no dejaba de acariciarnos nunca. Si he de ser sincera, yo creo que se apiadó de nosotros por la belleza de mamá.
Recuerdo que aquel día llovía a mares. Justo acabábamos de acomodarnos sobre unas esteras secas, cuando Jeremías nos descubrió en el granero. Mis hermanos y yo estábamos temblando de miedo. Pero mamá era muy valiente, y tenía aquella mirada intensa y especialísima capaz de ablandar el corazón del hombre más rudo. Bastaron apenas unos segundos. Mamá aleteó sus grandes pestañas, y Jeremías calló rendido a sus pies, se marchó por donde había entrado sonriendo, disimulando, como si no nos hubiera visto y volvió al cabo de un rato, tarareando una cancioncilla, con un plato lleno de cuscurrones de pan revueltos con briznas de tocino, y una gran vasija de barro llena de agua limpia y fresca. Fue entonces cuando  mamá decidió que  pasaríamos allí el invierno. 
Tras unos días de zascandileo por la zona, una noche descubrí, cerca de la granja, una enorme y vetusta mansión abandonada y medio derruida. Entré a olisquear y al llegar al ático me encontré con un anciano vagabundo, afable y gentil. Nos hicimos amigos inmediatamente. Pero, aunque a ambos nos gustaba pasear juntos, nos veíamos poco, pues el hombre, cada día, se marchaba a la ciudad al despuntar el alba, para recoger utensilios en buen estado, de los que la gente tira a los contenedores por aburrimiento o por desidia, él en cambio los vendía, y así obtenía dinero con el que comprar víveres, que a veces compartía con nuestra familia desinteresadamente. 
Había un olor especial en aquella casa que a mí me atraía con un magnetismo especial. Me encantaba estar allí; husmear en sus rincones; perderme en sus recovecos; explorar sus alacenas; corretear por sus largos pasillos. Todo en ella me resultaba agradable. A mis hermanos, al principio, también les gustaba ir a la casona, aunque en realidad a ellos lo que les atraía era el olor de los restos de comida que siempre encontrábamos sobre la mesa del vagabundo. Por eso, desde que el hombre dejó de habitar el ático y ya no había nada que echarse a la boca, se hacían los remolones para no ir. Menos mal que no les servía de nada, pues mamá, que como yo estaba obsesionada con aquel lugar, en cuanto brillaban los primeros rayos de sol soltaba un par de gruñidos y echaba a andar, y a ellos no les quedaba más remedio que seguirla. 
Cada mañana nos colábamos por un estrecho hueco excavado en la tierra bajo la verja de hierro del jardín. Ella pasaba primero y luego, tras asegurarse de que no había peligro, nos colocaba en fila india y nos empujaba a través de un angosto sendero, que habíamos esculpido entre todos en el follaje asilvestrado a base de pasar un día y otro por el mismo sitio, rompiendo las ramas con nuestras cabezas y nuestros cuerpos, haciéndonos incluso heridas en la piel en muchas ocasiones. Una vez dentro de la casa solo pensábamos en jugar. Quique, Lobo y Calcetín subían a la planta de arriba y luego regresaban a la de abajo deslizándose por el faldón de la baranda de madera. A mí también me gustaba jugar con ellos, como es lógico y normal, pero aquel lugar despertaba mí instinto investigador, por eso me escabullía de vez en cuando dejándolos solos, para explorar. Muchas veces entraba en el salón grande, reptando por la gatera, y observaba a mi madre echada en el suelo, junto al ventanal de los vidrios empolvados. Allí solía estar ella siempre, era su rincón preferido. Se la veía completamente abstraída, con sus grandes ojos marrones muy abiertos, la respiración acelerada y la lengua fuera. Llegaba incluso a babear mientras miraba fijamente aquellos extraños objetos hechos de pasta de celulosa y pigmento negro en los que, sin embargo, mis hermanos y yo solíamos orinar atraídos por el intenso tufo a lignina que emanaba de los más viejos y deteriorados, o por el fortísimo olor de algunos otros, que trascendían a pegamento, a madera fresca y a pieles de animales. 
Un día, mientras jugábamos en la habitación de Lucas el vagabundo, encontré dentro de un armario medio abierto, liado en una servilleta de tela, un suculento trozo de pan duro impregnado de un atrayente olor a manteca de cerdo. Ipso facto, Quique, mi nigérrimo hermano, intentó arrebatármelo, pero yo, que soy más corpulenta que él, le enseñé los dientes y él desistió. Así que salí fuera, busqué un lugar tranquilo apartado de miradas indiscretas, y me tumbé al sol a merendar. Me disponía a dar buena cuenta del suculento festín cuando, de nuevo, apareció Quique remoloneando y se tumbó a un par de metros de mí, dejando claro con su actitud que no tenía intención de pelear por la comida, cosa que por supuesto agradecí. Desconfiada, mordí el pan sin dejar de mirarle de reojo. De repente él farfulló, mascullando entre dientes, que tenía un secreto mágico y que estaba dispuesto a compartirlo conmigo a cambio del oloroso y sugestivo panecillo. Le miré dubitativa. Aún no había comido nada esa mañana y no me hacía ninguna gracia seguir con el estómago vacío. Pero soy demasiado curiosa, así que acepté y le entregué el pan con desgana. Quique me contó, mientras yo babeaba compungida observándole devorar aquel manjar, que había descubierto algo realmente inquietante y terrible. Me dijo textualmente: -Hermana, he descubierto que los libros le hablaban en silencio a nuestra madre-.
¡Me quedé estupefacta! Era tan absurda la afirmación, que incluso pensé que me había dejado engañar como una pardilla por aquel orejotas tontorrón. Pero después caí en la cuenta de que él no era lo suficientemente inteligente como para urdir una estratagema con el único propósito de hacerse con mi comida. Ni siquiera lo era para inventar una historia tan inverosímil. Quique es como la inmensa mayoría de mis congéneres. Él tampoco utiliza su mente, sino la violencia, para intentar hacerse con aquello que desea. Así que, después de pensarlo bien, empecé a tomar su afirmación en serio. Aunque yo estaba segura de que aquello no podía suceder de ninguna de las maneras, porque los objetos no tienen vida, ni tienen boca. Y, por ambas razones, no pueden pronunciar palabras. En todo caso, a lo más que pueden llegar es a producir sonidos pero, para que ello suceda, alguien o algo, como el agua o el viento debe moverlos, o golpearlos. Y aun así, de cualquier forma, lo que escapará de ellos siempre será solo ruido sin sentido, sin ningún significado.
Pero al parecer Quique tenía pruebas de lo que afirmaba. Aseguraba que el día anterior, mientras dormitaba en el porche, había escuchado a mamá musitar miles de palabras durante horas. Según me contó al principio no le dio demasiada importancia, pues supuso que nuestra madre tenía una pesadilla; todos las tenemos de vez en cuando, y cuando esto sucede sabemos que nos movemos, pataleamos e incluso gemimos, lloramos o gritamos. Pero él se dio cuenta de que no podía tratarse de eso pues estaba durando demasiado tiempo. Por otra parte, eran muchas, seguramente demasiadas, las palabras que mamá susurraba, y ella no podía conocer tantas. Así que se incorporó con sigilo y fue a mirar más de cerca a través de la ventana, para intentar averiguar qué estaba sucediendo exactamente. 
Dijo que entonces vio a nuestra madre extasiada, pasando con extrema suavidad las hojas de un libro muy antiguo, recorriéndolas lentamente con la mirada, y deteniéndose en cada una de esas manchitas negras, que parecen moscas deformes estrujadas en el papel, mientras recitaba sin cesar palabras muy raras como si alguien se las estuviese chivando al oído. 
Él quiso mirar aún más de cerca, y avanzó sobre el alfeizar de la ventana. Pero la tabla, que estaba suelta, se deslizó y Quique calló rodando al interior de la habitación con gran estrépito. Él afirma que mamá, en ese momento, cerró el libro de un manotazo y lo escondió bajo su cuerpo.
Aquella historia llamó poderosamente mi atención, y dediqué muchas horas a pensar en ello, pero yo aún era demasiado joven entonces, así que pronto me olvidé del asunto.
Aunque a partir de entonces algo cambió en mí. Hasta aquel día yo siempre había creído que lo que mamá hacía era oler los libros, atraída como nosotros por aquel olor tan especial, pero desde el mismo momento en que supe lo acontecido en la biblioteca empecé a pensar que quizás verdaderamente no los olía, sino que, en realidad, se comunicaba con ellos.
Pero, si de verdad los libros le hablaban a mamá ¿qué podían decirle a ella aquellos tacos de hojas lavadas llenas de manchas de tinta negra? ¿Qué había en los libros que hechizaba a mi madre hasta el punto de olvidarse de nosotros, a pesar de la farra que siempre formábamos? 
La curiosidad me corroía las entrañas, así que decidí que lo mejor que podía hacer era preguntárselo a ella directamente. Y, un buen día, ni corta ni perezosa, me acerqué y le solté a boca jarro: -Mamá, sé que los libros te hablan en silencio y tengo pruebas de ello-. 
Ella me miró de hito en hito, entre confundida e irritada. Al pronto se enfadó mucho y negó que aquello estuviera sucediendo, pero inmediatamente relajó la mirada, entornó sus bonitos ojos de caramelo y abanicando como solo ella sabía hacerlo sus largas y curvadas pestañas, como si fueran vivaces mariposas negras aleteando sobre su cara, me dijo: -Voy a revelarte un gran secreto hija mía, pero has de prometerme que lo que yo te cuente ahora no se lo dirás a nadie nunca, ni siquiera a tus hermanos. 
-Por supuesto que si mamá -le dije-, te lo prometo. Y entonces ella me contó esta increíble historia que os voy a contar. 
Pero antes de entrar en más detalles sobre aquel relato sorprendente de mi madre, queridos lectores, creo que ya es hora de que me presente formalmente. 
Me llamo Lola. Acabo de cumplir diez años, y soy una Border Collie. Por cierto, dicen que somos la raza canina más inteligente del mundo, y he de deciros al respecto que yo, después de haber tenido el privilegio de conocer a mi madre, también lo creo firmemente. Aunque, también os digo, que mis hermanos deben ser la excepción que confirma la regla, con todo el cariño del mundo hacia ellos, pero esa es la pura verdad. Por cierto, les perdí la pista a los tres cuando murió mamá, hace ahora siete años. Entonces decidimos separarnos para conocer mundo y cada uno se fue para un lado. Espero que todos hayan encontrado un buen lugar para vivir, como el que yo tuve la suerte de encontrar. Aunque conociéndolos me temo que alguno de ellos ni siquiera duerma cada noche bajo techo.
Quique es un poco lelo y demasiado glotón, claro que también es muy noble y muy guapo. Heredó la mirada y las increíbles pestañas de mamá, y también su lindo pelo negro zaino. Es el que más le parece a ella, incluso tiene una mancha blanca en forma de lágrima en el pecho, como mamá.
Seguro que él sí encontró una buena familia, y vive confortablemente, rodeado de comida y al servicio de un buen amo, que lo quiere y lo mima. Ojalá.
Lobo es también negro y blanco. Fue el penúltimo en nacer. Él es el más vivo de los tres. El único problema con él es que es un poco rudo; bueno más que rudo, en honor a la verdad y para no andar con eufemismos, he de reconocer que en realidad es un bruto de mucho cuidado. Desde muy pequeño discutía por todo, y siempre andaba metido en jaleos y grescas. Más de una vez tuve que lamerlo durante días para curarle las heridas que le hacían los gamberros del barrio. A veces desaparecía durante días y cuando volvía a la granja no parecía ni su sombra. Mamá decía que era un caso perdido porque había salido a nuestro padre, en lo arrogante y en lo intransigente, y esas son enfermedades que solo pueden curar los años, y en mucho casos sólo la muerte. Estoy convencida de que él no ha sido capaz de adaptarse a las normas de ningún amo y andará por ahí, metido en alguna banda de perros callejeros. Espero que no.
Calcetín es el más joven. Tiene el cuerpo cubierto de suave pelo negro, excepto las patitas, el contorno del ojo derecho y una graciosa aspa en el pecho, que son de un blanco radiante. Es muy canijo, eso sí. Cuando los demás ya andábamos por ahí revolcándonos y olisqueándolo todo, él aún casi no podía valerse por sí mismo y mamá tenía que llevarlo de un sitio para otro dentro de un calcetín que agarraba con los dientes para no dañarlo. De ahí su mote. El pequeño calcetín nació un poco enfermo y se crió muy débil, tanto que, a veces, llegamos a pensar que no sobreviviría. Pero el pequeñajo es todo voluntad y consiguió salir adelante, con la ayuda de mamá, claro. Además es el ser más bueno que os podáis imaginar, tiene un corazón que no le cabe en el pecho. Aunque también tiene un par de “peros”, como por ejemplo que es demasiado confiado, de hecho es capaz de creer cualquier cosa que le cuenten, por imposible que parezca, sin cuestionarlo. Además es inquieto, pesado e inoportuno. Él va a lo suyo siempre, e intenta que los demás atiendan sus antojos sin tener en cuenta si es o no buen momento para ello.
Ese chiquitín es el que más me preocupa. Puede que ande sufriendo reveses. Y cambiando de casa continuamente. O, a lo peor, puede que algún truhan lo haya embaucado y lo tenga a su servicio, realizando fechorías en los arrabales. ¿Quién sabe? Es muy triste no saber nada de ellos.

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Autor: Dimas L. Berzosa Guillén

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