martes, 17 de marzo de 2015

El brillante de Cuevas de la Maganta.



 (Algunas líneas de un capítulo de mi novela, en ciernes.)

Avelino era alto, desgarbado y seco como un palo y, aunque era más bien guapo que feo, daba un poco de miedo mirarle a la cara porque, estando él en penumbra, sus vivaces ojos verdes refulgían como si tuviesen brillo propio, y cuando lo veías a plena luz sus diminutas e inquietas pupilas negras se te clavaban en el sentido intimidando al más pintado.
Seguramente era por esa mirada suya tan apabullante y siniestra por lo que le llamaban el Gato, aunque es de suponer que algo tendría que ver también la barba con la que adornaba su faz: una especie de perilla rubia y lacia acabada en dos mechoncillos casi blancos, como los que tienen las chivas de los linces ibéricos, la cual, junto con sus taimados ojillos, otorgaba a su semblante un marcado aire astuto y ladino.
El Gato vivía con su madre, María Juana Pacheco, apodada la Rica porque tras enviudar a los treinta y dos años de edad heredó de su marido, Manuel Fonseca, más conocido como Manolillo el del Brillante, una finca de olivos hermosísimos y generosos, de esos que a poco que les caigan cuatro chaparradas cómo y cuándo es menester son capaces de echar doscientos kilos de aceitunas. 
El olivar, en verdad, era una bendición, a pesar de que Paca, la Rata, amiga íntima de María Juana desde la infancia, se empeñase en que aquella finca estaba maldita y le hiciese malas tripas a la viuda con la pretendida agorería: decía la buena mujer que Manolillo había muerto tan joven por haber comprado aquel campo.
Siempre que se cruzaban, fuese donde fuese, después de las cuatro risas y los dos besos de rigor, le soltaba la Rata a María Juana su tétrica y cansina letanía:

–Hija mía, Mariaju… Cada vez que te veo me acuerdo de tu Manolo ¡Ay qué lástima de hombre!, de verdad te lo digo ¡eh!, mira que se lo dije yo cuando estaba de trato con los Cotorros, no firmes, no firmes Manolo, que aunque te parezca una ganga ese olivar va a ser tu ruina. 
Tú lo sabes Mariaju, tú sabes que te conté lo que mi pobre Pancracio, que en paz descanse, me dijo la noche que se me apareció en la pileta. ¡Ave María Purísima!, que no se me va a olvidar nunca, que tal parece que lo estoy viendo y oyendo ahora mismo, criaturita mía, blanco como la cera él, con su cabezica ladeá y su lengua caída, lo mismo lo mismo que el día en el que me lo encontré colgando de la higuera del patio. 
¡El pobre mío!, que el señor me lo tenga en su gloria, me dijo aquella noche: Paca, dile al Manolo que no compre esa finca; que está maldita; que tiene el número del demonio; que el Inocente la vende tan barata por la maldición que sabe que tiene. 
Y que era verdad. ¡Vaya si era verdad!. Que a él, en menos de dos años, se le habían muerto los dos hijos y su hermano Romualdo, y todos ellos trabajaban en esa finca maldecida. Y mira que su hermano estaba hecho un toro, de lo fuerte y lo guapo que estaba el muchacho, pues ni aún así hija mía, que ya sabes que de un día para otro le dio aquello y la palmó sin decir ni pío la criatura.
¡Ay qué lástima de hombre! ¡Por Dios! Si me hubiera hecho caso...
Menos mal que tu Avelino no ha querido trabajar esa tierra aciaga, y gracias a Dios que no le hace falta y la tiene arrendada. ¡Por ahí se va a escapar! Pero de todas maneras Mariaju, tú dile que se ande con ojo y que la venda cuanto antes para deshacer el hechizo.

Y María Juana, cogida del brazo de la Paca, asentía meneando la cabeza arriba y abajo con semblante compungido y aceleraba el paso para llegar cuanto antes a su casa y escapar de aquel molesto trance.

La finca, a la sazón, conocida como el Blanquizar por el color de sus tierras pajizas, valía un potosí. No solo por la envergadura de sus seiscientos sesenta y seis olivos centenarios; como explicaba Manolillo lleno de orgullo una y otra vez a todo el que se le ponía a tiro, sino también porque aquella tierra mollar contenía arcilla y cal en cantidad y proporciones exactas para que el agua de lluvia se filtrase al subsuelo antes de que el sol pudiera evaporarla sin que se perdiera ni una gota, ya que el líquido elemento dormía en pequeñas cavidades semipermeables desde las que fluía goteando sobre las profundas raíces manteniéndolas siempre hidratadas sin llegar a encharcarlas.
Para más excelencias, a solo un tiro de piedra del camino, la parcela incluía un magnífico cortijo; una suerte de alquería andaluza de dos plantas, con tres dormitorios, salón campero, leñera y despensa. Y contaba además con una pieza extra que podía considerarse por entonces un lujo al alcance de muy pocos: un retrete con agua corriente y desagüe. 
El invento en cuestión, digno del mismísimo Da Vinci, era una obra maestra de la ingeniería pergeñada por Manolillo. Consistía en un barreño de zinc de unos veinte o treinta litros de capacidad, con forma de embudo, colocado a metro y medio de altura sobre un murete situado en el exterior. Dicho recipiente conectaba con la taza del escusado mediante un canalón grueso soldado y calafateado de algo más de un metro de longitud, cuya boca se taponaba con una pesada pelota de cuero, a la que se le ataba un cordel que pasaba al interior del aseo a través de un agujerito practicado en el techo y colgaba dentro de la habitación. 
Cuando alguien debía hacer uso del invento, llenaba el embudo con dos o tres cubos de agua y, tras concluir es desahogo escatológico, tiraba del cordel hasta que la pelota destaponaba la boca del canalón y el agua, por la diferencia de altura, caía en tromba al interior del retrete, dejándolo como una patena o casi. 
El sistema de evacuación, de inspiración romana, se conseguía conectando la pileta, ubicada bajo la taza del váter, a un canal hermético hecho con losetas de arcilla, cocidas, pulidas por su cara interna y pegadas con bitumen, que discurría enterrado en el terreno con la pendiente adecuada para que fluyese sin dificultad el vertido y terminaba en el fondo del caudaloso riachuelo que bordeaba la hacienda por su cara norte. 
El problema de los olores se consiguió solventar también bamboleando una lata que pendía del techo colgada de un alambre a modo de botafumeiro, en cuyo interior debía verter el sujeto obrador una pizca de incienso en polvo y un par de brasas incandescentes que debían transportarse hasta el interior del recinto en un minúsculo badil, dispuesto al efecto junto al hogueril de la chimenea, que permanecía encendida día y noche durante todo el año.
El cortijo disponía también de un pozo de agua, y una poceta adosada a él bajo el brocal, que vertía sobre un canal hecho de losas de pizarra y argamasa el cual discurría a lo largo del patio y terminaba en un pilón empotrado en el suelo que servía de bebedero a las gallinas y a los pavos reales que campaban a sus anchas por la finca durante el día. 
Dos inmensas parras de porte alto, una a cada lado de la puerta principal, aportaban sombra y frescura al porche. En el lado este de la vivienda había un corral de media hectárea de extensión, cerrado con una tapia de piedra perimetral de casi dos metros de altura, y dentro de él un establo y una caseta de aperos. En mitad de la valla, un gran portón de madera daba acceso al recinto...///,,,

Autor: Dimas Luis Berzosa Guillén




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