Vi una habitación, solada con pequeñas y lustrosas baldosas negras y blancas alternadas, que me pareció un interminable tablero de ajedrez. Y, en esa habitación, ante una gran chimenea pintada de verde y amarillo, brillando en la oscuridad, veo a mi abuelo, encorvado sobre una silla de palos de madera con asiento de eneas, y me veo a mí mismo contemplando extasiado la imagen amarilla y negra de aquel hombre menudo.
Recuerdo que él siempre llevaba una pelliza de grueso y pesado paño gris, o quizás fuera marrón, con cuello de larga piel blanquecina e hirsuta. Siempre con su gorra de tela negra, de las que se usaban en la época, desgastada y calada hasta las orejas, cubriendo su rapada cabeza. Él siempre colocaba sus grandes botas de piel negra y lustrosa sobre el hogueril de anchos mamperlanes de madera, desgastados por el roce de sus pies durante tantas y tantas noches de invierno ante la lumbre.
En el sueño veo su cara sosegada, pensativa, resignada, y en ella bailan los reflejos inquietos del fuego. La veo blanca unas veces y amarilla otras, cambiando su expresión al capricho de las sombra luces que los reflejos de las llamas dibujan en su tez, surcada de profundas arrugas pero a la vez suave y rapada como la cara de un niño.
No sé si es por el efecto de las sombra luces, o es que realmente gesticula siguiendo el ritmo inquieto de sus pensamiento, pero a veces parece sonreír y otras parece triste, muy triste.
Yo no sé si en el sueño estoy de pié o sentado, si estoy lejos o cerca, si delante o detrás de él. Solo sé que miro eternamente a aquel hombre y sigo los movimientos de sus manos, mientras él empuja los palos secos de madera de olivo con las viejas tenazas de hierro. Y me sobresalta el crepitar del fuego; las chispas que huyen revoloteando del hogar; los silbidos lastimosos del aire escapando del infierno con sonidos sordos y macabros, mientras los tizones de carbón, al rojo vivo, ruedan por el suelo formando estelas doradas y rojas que persisten en mi retina dibujando trazos brillantes de colores.
Pero lo que verdaderamente me impresiona es ese instrumento de madera y piel: es redondo, con largas orejas y tiene una especie de cara desfigurada y burlona, una cara inquietante que, a la postre, resulta ser la mía. Y expulsa aire sin cesar por su boca redonda y alargada, y la oigo respirar, tomar aire y expulsarlo cada vez que mi abuelo me aprieta las orejas, y el fuego, divertido, acompaña el ritmo que marcan mis respiraciones, jaleando y lanzando llamaradas refulgentes y los leños animan la escena con crujidos y sonoras palmadas, y los tizones bailan alocados por el suelo, mientras mi abuelo permanece inmutable, serio, ensimismado.
Después, de repente, todas las cosas se detienen en el tiempo, flotando, y vuelven a la monotonía de las sombra luces pausadas, y mi mirada vuelve a centrarse en el semblante de mi abuelo,y se vuelven a dibujar en su cara aquellas muecas de risas una veces y otras de tristeza, de mucha tristeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario