UNA SEPARACIÓN DOLOROSA
Había
dejado de llover por fin, pero seguía soplando el insistente y embravecido viento
que, como cada mañana durante el recién estrenado mes de enero, sacudía sin
cesar a las cientos de palmeras que jalonan el paseo marítimo, jugando a romper
paraguas, robar sombreros y arremolinar abrigos de indefensos transeúntes.
Alberto
luchaba contra aquel aire molesto, apartando de sus ojos a duras penas su logro
más preciado, el largo flequillo de color fucsia que tantas discusiones con su
padre le había ocasionado y del que él tan orgulloso se sentía. Mientras miraba
cómo el taxista se devanaba los sesos intentando acoplar todas aquellas maletas
en el portaequipajes de su auto.
Sintió
frío, e inmediatamente pensó que debía proponerse muy en serio obedecer más a
su madre. Ella, como siempre, tenía razón cuando hacía unos minutos le había
recomendado que se abrigase bien para salir, pero una vez más él había hecho caso
omiso de sus consejos y ahora, en pijama y zapatillas, lo lamentaba tiritando
en la puerta del chalet, deseando que su padre se despidiese al fin para así
poder volver a entrar en casa y sentarse junto al fuego de la chimenea.
Ángela
y León acababan de divorciarse, por eso Alberto se sentía fatal. Comprendía que
ya no vivirían más los tres juntos en aquella bonita casa junto a la playa y le
entristecía pensar que todo iba a cambiar en su vida.
A
él le encantaba estar con su madre, por supuesto porque ella le comprendía
mejor que nadie, pero también porque, a diferencia de su padre que siempre le
decía que debía aprender a estudiar solo en su habitación, ella, cuando volvía
cada tarde de la facultad de Ciencias Políticas y Sociología donde impartía
clases de Estadística Aplicada a los estudiantes, le ayudaba a comprender y
memorizar los temas y a resolver los ejercicios que le mandaban los profesores.
Pero aunque su madre lo colmaba de felicidad, Alberto sabía que sin duda iba a echar en falta la complicidad con su padre, sus risas cuando jugaban a Scrabble y Alberto le pillaba inventándose palabras. Su mal humor fingido al final de la partida cuando se dejaba ganar al ajedrez. Y las carreras de ambos persiguiendo con la manguera del jardín a Schrödinger, el cachorro de turco andaluz que adoptaron cuando Alberto cumplío diez años.
Pero aunque su madre lo colmaba de felicidad, Alberto sabía que sin duda iba a echar en falta la complicidad con su padre, sus risas cuando jugaban a Scrabble y Alberto le pillaba inventándose palabras. Su mal humor fingido al final de la partida cuando se dejaba ganar al ajedrez. Y las carreras de ambos persiguiendo con la manguera del jardín a Schrödinger, el cachorro de turco andaluz que adoptaron cuando Alberto cumplío diez años.
Aunque
por otra parte, pensaba, al menos así ya no se vería obligado a ir más a la
sierra con las tiendas de campaña y el telescopio nuevo, a observar el firmamento
para identificar astros y constelaciones, y encima tener que aguantar largas
historias sobre supernovas, agujeros negros y galaxias lejanas, que a él tan
poco le interesaban.
No
obstante seguirían viéndose a menudo. Además, su padre le había prometido que
pasarían juntos el verano en Ginebra, muy cerca del gran Colisionador de Hadrones
del CERN, donde trabajaba como investigador. Mientras tanto él debía continuar
con sus clases de 3º de la ESO en el instituto Virgen del Mar y comprometerse a
estudiar con ahínco para aprobarlo todo.
A
Alberto no le gustaban las matemáticas, ni la Física. Él era más de letras.
Quizás porque la casa estaba llena de libros, aunque la mayor parte de ellos
fueran libros técnicos y de texto, desperdigados por acá y por allá, revueltos
los unos con los otros entre farragosas tesis doctorales y cientos de ensayos
sobre múltiples materias. Pero también había un par de estanterías abarrotadas
de novelas y colecciones de clásicos encuadernados en piel. Esas estanterías
eran sus preferidas. A Alberto lo que le gustaba era conocer gentes y mundos, y
aprender palabras, y jugar con ellas. Y también le fascinaba el olor que
desprendían los libros al abrirlos. Por eso los devoraba.
Un
día, cuando solo tenía 8 años, encontró sobre la mesa un librito delgado, en
cuya portada podía verse un chico de gran porte que llevaba puesta una larga
bufanda que ondeaba al viento. Lo abrió y vio que tenía en muchas de sus
páginas extraños dibujos. Hablaba de un piloto que se había perdido en un desierto
y que había conocido a un pequeño príncipe venido de otro planeta. Se recostó
en un sofá y comenzó a leerlo, y ya no fue capaz de parar hasta llegar al final
de la narración.
A
partir de aquel día se aficionó a leer historias fascinantes sobre gentes y
países que le gustaría conocer. Y precisamente por eso siempre discutía con Rebeca,
su amiga-novia, porque a ella le encantaban las matemáticas, la física y la
química y todas las ciencias, pero no le gustaba leer novelas.
VUELTA A LAS CLASES
El
primer día de clases del recién iniciado segundo trimestre, Alberto, aburrido,
estaba dibujando caras de personajes de comic en su cuaderno mientras el profe
de matemáticas explicaba las ecuaciones de segundo grado. Rebeca resopló y
dándole un codazo volvió a la carga reprendiéndolo por lo bajini.
-Alberto,
deberías prestar atención a la explicación del profesor. Si no aprendes
matemáticas nunca entenderás cómo está hecho el mundo y por qué las cosas
funcionan como funcionan.
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-¿Y
tú crees de verdad que es más útil conocer cómo resolver una ecuación, que
saber por qué las personas actúan de tal o cual forma? Venga ya, Rebeca, sí te
dedicas a resolver teoremas matemáticos y hacer experimentos de física y
química, sin interesarte por la historia, nunca aprenderás a conocer cómo
funciona el mundo, porque no sabrás por qué las personas que vivieron antes que
nosotros hicieron lo que hicieron en el pasado.
Rebeca,
moviendo la cabeza contrariada, respondió:
-Ya,
Pues yo pienso que esas historias que tú lees y que tanto te gustan sobre
personajes fantásticos para lo único que sirven es para entretenerse, pero no
te enseñan nada. El pasado no es lo importante, Alberto, lo que importa en
realidad es la tecnología, los inventos, mirar hacia el futuro. ¿Qué haría la
gente si no existiese la radio, la televisión, los teléfonos inteligentes, los
GPS, las modernas máquinas que utilizan en los hospitales para salvar vidas
humanas…? todo sería ahora como era hace cien años. La ciencia hoy en día
avanza a pasos agigantados gracias a los ingenieros e investigadores que aplicando
las matemáticas, por supuesto, hacen que el mundo sea mejor. Y te digo más,
estoy convencida de que tú mismo, siendo tan curioso como eres, el día que descubras
cómo las ecuaciones son capaces de explicar el funcionamiento del mundo y de todo
lo que sucede a nuestro alrededor cambiarás de opinión.
-Bueno-
respondió resignado Alberto –eso exactamente es lo que dice mi padre siempre. Y
la verdad es que tengo que reconocer que me gusta lo que me enseña sobre
física, astronomía, planetas, estrellas y galaxias del universo, porque cuando
él me explica las cosas todo parece tener más sentido. Pero me resultan mucho
más difíciles de entender las mismas cosas en los libros de texto, porque tienes
que aprenderlo todo porque sí. Con mi padre me sucede que, como en las obras
literarias, vas descubriendo como se desarrolla todo poco a poco y una cosa te
lleva a la otra. En los libros de texto se salta de unas cosas a otras
continuamente, y yo muchas veces no les encuentro relación, eso es lo que me
resulta complicado.
En
ese preciso instante, el profe, al que los chicos llamaban Pitagorín, resoplando
y sacudiéndose el polvillo de tiza de su gran barriga se giró de improviso ciento
ochenta grados e increpó con tono irónico a ambos chicos:
-Vamos
a ver, par de dos, ¿se puede saber qué es eso tan importante de lo que
cuchicheáis, desde el mismo instante en el que empezó la clase, como para no
prestar atención a las explicaciones que estoy dando sobre qué son y para qué
sirven las ecuaciones de segundo grado incompletas?
Alberto,
armándose de valor y rojo como la grana, respondió:
-Pues
verá usted, Don José Luis, hablábamos precisamente de eso, de que yo creo que
las matemáticas no sirven de mucho en la vida y Rebeca cree que sí, pero no
sabe cómo demostrarlo.
-¡Aja,
atentos todos!- respondió divertido el profesor mientras se limpiaba las manos
con su pañuelo- resulta que el señor García Pérez, Alberto, cree, por
inspiración divina supongo, que las ecuaciones que yo me esfuerzo en explicar
en clase no sirven para nada ¡Vaya por dios!
Bueno,
pues vamos a comprobar si eso es verdad. Señor García. Les voy a proponer a
usted y a su compañera un problema sencillo, un problemilla de andar por casa.
Y usted lo va a tener que resolver sin utilizar ecuaciones, puesto que usted
tiene tan claro que no sirven para nada, mientras que su compañera, Rebeca, que
opina que si sirven, lo hará aplicando lo que hemos estudiado en clase. Y a ver
qué pasa.
Se
trata del siguiente supuesto: Queremos construir una pista de paddle, cuya área
total debe medir ciento veintiocho metros cuadrados exactamente. Pero con una
particularidad, que, según exigen las reglas del juego, el lado mayor de la
pista mida exactamente el doble que el lado menor.
Está
claro ¿verdad?... Pues venga, pónganse a ello en la pizarra. Como hemos
acordado, el uno lo resolverá por la cuenta de la vieja y la otra lo hará mediante
ecuaciones.
En
el aula se hizo absoluto silencio mientras los dos chicos se dirigían al
pizarrón. Alberto, con la frente empapada en sudor y visiblemente molesto por
el lío en el que le acababa de meter Rebeca, se colocó delante del encerado, a
la derecha de su amiga, y tras dibujar un gran rectángulo dio dos pasos atrás y
comenzó a frotarse la barbilla pensando en cómo resolver aquel dilema.
Rebeca,
mientras tanto, diligente y radiante de felicidad, tomó una tiza nueva y
escribió:
128
= x . 2. x
128
= 2 x2
x2 = 128/2 = 64
x = 8
L menor = 8 mts.
L mayor = L menor x 2 = 16 mts.
Se oyó un murmullo de aprobación y algunos chicos comenzaron a golpear tímidamente los pupitres con las palmas de las manos.
Rebeca
se volvió y dijo en voz alta para que todos pudieran oírlo:
-La
pista debe medir ocho por dieciséis. Ocho metros el lado menor y, el doble,
dieciséis metros, el lado mayor.
Alberto,
que aún no había empezado a escribir, dejó la tiza y miró al suelo avergonzado.
Pitagorín, sonriendo victorioso, exclamó:
-Perfecto
Rebeca. Ya es suficiente. Ahora vuelvan a su pupitre los dos- y añadió con
solemnidad, dirigiéndose a toda la clase- como han podido comprobar, señores y
señoras, las matemáticas sí son útiles para todo en la vida.
En
ese instante sonó estrepitosamente la sirena que anunciaba el fin de la clase,
Pitagorín abandonó raudo el aula y muchos de los chicos se dirigieron a los
aseos aprovechando los cinco minutos entre clase y clase. Alberto, de mala
gana, guardó el cuaderno y extrajo algunos libros de su mochila. Rebeca, sin
atreverse a mirarlo a los ojos, masculló en voz baja:
-¿No
te habrás enfadado? ¿Qué podía hacer yo? ¡Tenía que resolver esa ecuación! Si
no Pitagorín me lo habría hecho pagar caro en el próximo examen. Lo siento,
Alberto. De verdad.
Alberto,
no contestó ni la miró, se limitó a asentir con la cabeza mientras se recostaba
en el asiento y se colocaba las manos tras la nuca.
Volvió
a sonar la sirena. Todos los chicos entraron en tropel y ocuparon sus asientos,
seguidos de cerca por María Purificación, la profe de Biología, que avanzaba a
grandes zancadas hacia su mesa y reclamaba silencio chistando insistentemente.
Cuando los chicos dejaron de removerse en sus pupitres y prestaron atención, la
docente, mientras pulsaba el interruptor del proyector de diapositivas,
exclamó:
-Hoy
hablaremos de las partes de las que constan las células eucariotas. Espero que,
como quedamos antes de las vacaciones, hayáis repasado el tema a fondo, porque
voy a hacer preguntas y tened por seguro que las puntuaciones que hoy os ponga
van a contar para la nota final del trimestre.
Rebeca,
muy animada, empujó con la rodilla a Alberto mientras colocaba entre ambos un
folio con multitud de dibujos de colores y un montón de anotaciones junto a
ellos. Alberto miró el papel con el rabillo del ojo haciendo como que no lo
había visto, por lo que Rebeca, sonriendo con amabilidad, le dijo al oído:
-Ya
supongo que ni te lo habrás mirado, pero tú no te preocupes, cualquier cosa que
pregunte Maripuri sobre la célula está en este resumen. Échale un vistazo
rápido. Y de todas formas yo te ayudaré señalándote las respuestas si te
pregunta algo ¿vale?
Alberto
ruborizado la miró agradecido y asintió con la cabeza.
-¡A
ver!- dijo la profesora levantando la voz para acallar el murmullo generalizado
por sus temidos comentarios sobre las calificaciones del trimestre -¿quién de
vosotros sabe decirme qué es el ADN?
Pablito,
un chico rubio con gafas y la cara llena de pecas, levantó la mano tímidamente.
-¡Venga,
Pablo!- dijo la profesora -ponte en pie y explícanoslo.
-Pues,
a ver, -dijo el chico balbuceando mientras se ponía en pié- el ADN es lo que
hay en el interior del núcleo de todas las células.
-En
efecto, sí, está en el interior del núcleo –respondió la profesora abriendo
ambas manos de par en par y apretando mucho los labios –pero yo no he
preguntado dónde está, si no qué es.
Pablo
la miró por encima de las gafas, se rascó la cabeza, tragó saliva y volvió a
intentarlo:
-Bueno,
pues yo creo que son como unos fideos chinos, muy largos y delgados, que sirven
para que las células sepan lo que tienen que hacer.
-No
está mal- dijo Maripuri sonriendo por la ocurrencia de los fideos – algo así
es. Pero creo que se entenderá mejor si os lo explico desde el principio:
Veréis,
todo en el mundo, todo lo que nos rodea, incluidos nosotros mismos, está hecho
de pequeñas partes que se enlazan unas a otras, como si fueran piezas de ese
conocido juego llamado LEGO, para formar moléculas. Así es que todo cuando
podáis ver, tocar, oler o gustar está hecho de moléculas, que a su vez están
hechas de átomos.
Os
debe quedar clara la diferencia entre átomo y molécula. Los átomos son los
trozos más pequeños en los que se puede dividir cada uno de los elementos
básicos, elementos que podéis encontrar a lo largo y ancho de nuestro planeta.
Y las moléculas son estructuras de átomos ordenados de las que están hechas
todas las sustancias.
Es
decir, existen noventa y dos tipos de piezas para crear cualquier cosa, o lo
que es lo mismo noventa y dos tipos de átomos para construir cualquier tipo de
molécula.
Por
poneros algunos ejemplos: El agua, que está hecha de moléculas construidas con
dos átomos de hidrógeno y uno de oxigeno. El vinagre, cuyas moléculas contienen
dos átomos de carbono, cuatro de hidrógeno y dos de oxigeno. O el azúcar, con
el que endulzáis los alimentos, que está hecha de moléculas de doce átomos de
carbono, veintidós de hidrógeno y once de oxígeno.
Pues
bien, las células, cuya unión forma los tejidos de los que estamos hechos los
seres vivos, están hechas de diferentes órganos, o partes, que a su vez están
hechos de moléculas y de algunos elementos químicos simples que interaccionan
con esas moléculas. Todo ello protegido, o encerrado dentro de una bolsa
transparente llamada membrana celular.
Así
que yendo desde lo más complejo a lo más simple tendríamos que, los seres vivos
están formados por órganos (estómago, piel, ojos, etc.) hechos de tejidos
(muscular, nervioso, etc.) que están construidos por células. Y las células
están hechas de moléculas, que a su vez están formadas por átomos compuestos de
partículas subatómicas.
Y,
volviendo a las células, estas son como pequeñísimas fábricas
El
ácido desoxirribonucléico, que es lo que significan las siglas de ADN, o DNA en
inglés, es una molécula. Una molécula muy larga que tiene forma de escalera
enrrollada sobre sí misma en espiral.
...///... continuará
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