miércoles, 7 de agosto de 2019

CIENCIAS, LETRAS... Y OTRAS AVENTURAS


UNA SEPARACIÓN DOLOROSA

Había dejado de llover por fin, pero seguía soplando el insistente y embravecido viento que, como cada mañana durante el recién estrenado mes de enero, sacudía sin cesar a las cientos de palmeras que jalonan el paseo marítimo, jugando a romper paraguas, robar sombreros y arremolinar abrigos de indefensos transeúntes.
Alberto luchaba contra aquel aire molesto, apartando de sus ojos a duras penas su logro más preciado, el largo flequillo de color fucsia que tantas discusiones con su padre le había ocasionado y del que él tan orgulloso se sentía. Mientras miraba cómo el taxista se devanaba los sesos intentando acoplar todas aquellas maletas en el portaequipajes de su auto.
Sintió frío, e inmediatamente pensó que debía proponerse muy en serio obedecer más a su madre. Ella, como siempre, tenía razón cuando hacía unos minutos le había recomendado que se abrigase bien para salir, pero una vez más él había hecho caso omiso de sus consejos y ahora, en pijama y zapatillas, lo lamentaba tiritando en la puerta del chalet, deseando que su padre se despidiese al fin para así poder volver a entrar en casa y sentarse junto al fuego de la chimenea.
Ángela y León acababan de divorciarse, por eso Alberto se sentía fatal. Comprendía que ya no vivirían más los tres juntos en aquella bonita casa junto a la playa y le entristecía pensar que todo iba a cambiar en su vida.

lunes, 1 de abril de 2019

Anoche tuve un sueño

Vi una habitación, solada con pequeñas y lustrosas baldosas negras y blancas alternadas, que me pareció un interminable tablero de ajedrez. Y, en esa habitación, ante una gran chimenea pintada de verde y amarillo, brillando en la oscuridad, veo a mi abuelo, encorvado sobre una silla de palos de madera con asiento de eneas, y me veo a mí mismo contemplando extasiado la imagen amarilla y negra de aquel hombre menudo.
Recuerdo que él siempre llevaba una pelliza de grueso y pesado paño gris, o quizás fuera marrón, con cuello de larga piel blanquecina e hirsuta. Siempre con su gorra de tela negra, de las que se usaban en la época, desgastada y calada hasta las orejas, cubriendo su rapada cabeza. Él siempre colocaba sus grandes botas de piel negra y lustrosa sobre el hogueril de anchos mamperlanes de madera, desgastados por el roce de sus pies durante tantas y tantas noches de invierno ante la lumbre.
En el sueño veo su cara sosegada, pensativa, resignada, y en ella bailan los reflejos inquietos del fuego. La veo blanca unas veces y amarilla otras, cambiando su expresión al capricho de las sombra luces que los reflejos de las llamas dibujan en su tez, surcada de profundas arrugas pero a la vez suave y rapada como la cara de un niño. 
No sé si es por el efecto de las sombra luces, o es que realmente gesticula siguiendo el ritmo inquieto de sus pensamiento, pero a veces parece sonreír y otras parece triste, muy triste.  
Yo no sé si en el sueño estoy de pié o sentado, si estoy lejos o cerca, si delante o detrás de él. Solo sé que miro eternamente a aquel hombre y sigo los movimientos de sus manos, mientras él empuja los palos secos de madera de olivo con las viejas tenazas de hierro. Y me sobresalta el crepitar del fuego; las chispas que huyen revoloteando del hogar; los silbidos lastimosos del aire escapando del infierno con sonidos sordos y macabros, mientras los tizones de carbón, al rojo vivo, ruedan por el suelo formando estelas doradas y rojas que persisten en mi retina dibujando trazos brillantes de colores.
Pero lo que verdaderamente me impresiona es ese instrumento de madera y piel: es redondo, con largas orejas y tiene una especie de cara desfigurada y burlona, una cara inquietante que, a la postre, resulta ser la mía. Y expulsa aire sin cesar por su boca redonda y alargada, y la oigo respirar, tomar aire y expulsarlo cada vez que mi abuelo me aprieta las orejas, y el fuego, divertido, acompaña el ritmo que marcan mis respiraciones, jaleando y lanzando llamaradas refulgentes y los leños animan la escena con crujidos y sonoras palmadas, y los tizones bailan alocados por el suelo, mientras mi abuelo permanece inmutable, serio, ensimismado. 
Después, de repente, todas las cosas se detienen en el tiempo, flotando, y vuelven a la monotonía de las sombra luces pausadas, y mi mirada vuelve a centrarse en el semblante de mi abuelo,y se vuelven a dibujar en su cara aquellas muecas de risas una veces y otras de tristeza, de mucha tristeza.

domingo, 31 de marzo de 2019

Qué iba yo a hacer en este mundo, sin ti.

María, estás helada, mujer. Voy a avivar la candela. Pero llama a la Canelilla, anda, que se siente en tu regazo para darte calor. Qué lástima no poder verla ahora, moviendo el rabo y mirándome con esos ojillos tristes que tiene; pero es que cada día veo menos. Menos mal que a tientas sé dónde está todo y así me voy apañando. 
Pero lo que más pena me da es no poder verte a ti, tan guapa como has sido siempre. Decía mi madre que eras la moza más agraciada del pueblo, y con razón. 
Bien me acuerdo de aquella tarde que te conocí. Volvía yo del campo, de cavar olivos en la finca de Don Cosme, y al pasar por la puerta de tu casa me llamó tu madre: ¡Fermín!, ¡Fermín! hágame usted el favor, hombre, que yo no puedo con Lucera. Es que a esta cabra testaruda no hay manera de hacerla entrar en la casa hoy. 
Y yo, que era un hombretón en aquellos tiempos, metí la cabra a empellones en el corral. Aunque mi trabajo me costó, que aquella maldita cabra era como yo, una bendita por las buenas, pero si se le torcía el carro había que dejarla por imposible.
Y mira lo que son las cosas, María, hace 68 años, por la cabra fue que te conocí, que al entrar al corral te vi allí sentada, bajo la parra, bordando una sábana del ajuar. Bien me acuerdo que te pusiste colorada, como un tomate maduro, y yo me quedé parado, mirándote, sin saber que decir, y la pobre de tu madre me tuvo que sacar de la casa a empujones, lo mismo que yo había metido a la cabra un rato antes.
¡Qué buenos tiempos aquellos!, cuando vivía tanta gente en el pueblo, y los chiquillos jugaban al escondite, a las bolas, al trompo, al aro, al marro-cazo, al lapo…, y las mozas a la rayuela, a la comba, a los corros…, qué alegría de ver las calles llenas de gente, las mujeres yendo con cántaros a por agua a la fuente, los hombres, al anochecer, sentados en la barbacana de la plaza de la iglesia haciendo hora para juntarse en la taberna de Teófilo, para beberse unos chatos de aquel vinillo chapurreado que tanto le gustaba a mi padre tomar, acompañado de un par de tomates con aceite y sal y un buen plato de garbanzos tostados.
Pero qué te pasa, María, estás muy callada. Tienes la cara helada y no hay forma de que entres en calor, y hace ya tres días que no te levantas de esa mecedora. No tienes que enfadarte conmigo. Sí, ya sé que soy un cascarrabias y que te hago la contra, pero sabes que te quiero muchísimo. 
Anda, mujer, ven conmigo a la cama, y déjame abrazar tu alma para siempre, porque si tú te murieras yo me moriría contigo ¡¡¡Qué iba a hacer yo en este mundo sin ti!!!


imagen: lasaladellector.blogspot.com

jueves, 21 de marzo de 2019

Amor en RED

imagen: http://tunuevoamanecer.net/


Un día iré a verte, Rosita, te lo prometo. Pero aún es pronto. No es que sienta miedo de viajar a la aventura a un lugar desconocido. Tampoco es que crea que no te conozco lo suficiente. No, no es eso. Es solo que aún no he sido capaz. Estás tan lejos…
Recuerdo el día en el que te pedí amistad. No sé por qué lo hice. No había una foto de perfil tuya, tú habías subido a Facebook una bonita imagen de una puesta de sol sobre el mar, pero no decías nada sobre ti, ni una frase, ni una descripción, ni un solo comentario. Quizás fue la inmensidad del océano devorando a un sol agonizante sobre el horizonte profundo, desconocido y lejano, lo que me atrapó. O quizás fue ese sexto sentido que a veces nos empuja a lo desconocido, una corazonada, una señal sutil proveniente de otra dimensión… vete tú a saber.
Lo que sí sé es que pronto voy a ir a verte. Lo necesito, quiero sentir tu presencia, quiero ver tu luz, oír tu sonido, tocar su esencia, respirar tu aire, bañarme en tu aura.
Sí, Rosita, voy a ir a México. A tu ciudad, Rosarito. A tu calle, Bahía de Todos los Santos. Uno de estos días, cuando menos te lo esperes, voy a ir para reunirme contigo. Y caminaremos por la ciudad cogidos de la mano, sintiendo la brisa del mar, sonriéndonos, besándonos, aprendiéndonos el uno al otro. Y comeremos tacos de ternera con Salsa Pico de Gallo, sentados a la barrita de Tacos y Beers, esa taquería tan coqueta frente al mar, en sus taburetes azules y blancos, saboreando un par de cervezas Pacífico Clara bien frías, mientras me empapo de tu alma a través de tus profundos ojos verdes.
Yo ya conozco tu barrio como si viviese allí. He mirado y remirado mil veces el mapa de tu pequeña ciudad. He rastreado cada rincón con Street view, desde el hotel Quintas del Sol hasta la playa de la Bardita, desde Miramar a Lomas de Coronado, desde Rancho Chula Vista hasta Magistería. Arriba y abajo, una y otra vez por la calle Del Mar, hasta el Boulevard de Benito Juárez, y vuelta a subir hasta tu casa. Todos los días, a las seis de la mañana, hora de España, me siento delante del ordenador y recorro tu barrio de cabo a rabo, mientras espero que te conectes un ratito antes de irte a dormir, para contarnos nuestro día y arrullarnos como palomas en la red.
Tengo ganas de hacer ese viaje, Rosita, tengo ganas de conocerte en persona. Y quizás este sea mi último gran viaje. Apostaría por ello. Porque si cuando nos veamos, al fin, ambos sentimos lo que ahora en la distancia estamos anhelando, sé que me quedaré a vivir contigo para siempre, para envejecer ambos junto al Pacífico, para amarnos a diez mil kilómetros de donde nací.

Te quiero Rosita.