sábado, 10 de mayo de 2014

Experimento en el estadio.



El estadio estaba completamente lleno. Ya no cabía ni un alfiler. Las gradas estaban abarrotadas de gente y un murmullo sonorísimo hacía que me sintiera sumido en un estado de sopor mágico.
Sentado sobre un cojín amarillo, en el número ciento diez de la fila once, miraba cómo, en el centro del gran rectángulo verde, los operarios terminaban de conectar los focos que iluminarían la plataforma de hierro sobre la cual se iba a llevar a cabo el experimento.

Había llegado a la puerta número tres hacia las siete y media de la tarde. Después de guardar cola más de dos horas por fin había conseguido llegar a la ventanilla de venta de localidades y entregar fotocopia de mi carné de identidad, requisito imprescindible según había leído en el impreso publicitario que encontré en el limpiaparabrisas de mi coche el día anterior. Un tipo con cara de pocos amigos comprobó mi mayoría de edad. Le pagué el importe de la entrada y él me entregó un sobre con una papeleta amarilla en la que se me indicaba el lugar exacto en el que tenía que sentarme y un paquetito de plástico transparente que contenía una pequeña capsula bicolor.

Era condición imprescindible sentarse al lado de personas totalmente desconocidas, por eso cada entrada que entregaban pertenecía a una localidad muy diferente de la anterior. Aunque llegaban grupos de familiares, amigos y conocidos, según iban recibiendo la papeleta eran enviados a lugares aleatorios del estadio, de tal forma que no hubiera ninguna posibilidad de que pudieran sentarse juntos.

Hacia las doce de la noche las puertas del estadio se cerraron, todas las localidades estaban ocupadas y el experimento iba a dar comienzo.
Se apagaron todos los focos y un potente rayo de luz iluminó una gran esfera de unos dos metros de diámetro de color blanco radiante que permanecía inmóvil sobre una base cóncava de hormigón, de forma que parecía un inmenso huevo sobre una huevera.

Se escuchaba un creciente rumor entre el público y fue aumentando cada vez más hasta que una voz grave y pausada pidió silencio con rotundidad.
Tras unos minutos, por fin, se fue apagando el murmullo hasta hacerse un estremecedor silencio en el estadio.

Sentí un escalofrío abrumador. Una sentimiento indescriptible. Miles de personas en aquel lugar inmenso, a oscuras y en el más absoluto silencio, hacían que sintiera una extraña sensación que nunca antes había experimentado.

Aquella voz metálica volvió a hablar: 
Les ruego traguen la cápsula azul y blanca que se les ha entregado antes de entrar y a continuación tomen las manos de las personas que están sentadas a los lados de cada uno de ustedes.
Adopten una postura lo más cómoda posible.
Reclínense en los asientos y relajen todos y cada uno de los músculos de su cuerpo.
No hablen, no tosan, no se muevan. Sólo guarden silencio y procuren no pesar en nada.

Tras varios minutos, la voz volvió a decir:

Ahora concentren sus miradas en la gran bola blanca…
Es una bola de mármol que pesa treinta mil kilogramos... Treinta toneladas.
Mírenla fijamente… Hagan que sus mentes visualicen el interior…  Aunque es maciza y está dura deben hacer que su mente penetre en ella... penetren en la bola con su imaginación... Vayan avanzando, ahondando, deben llegar al centro exacto de la esfera... ¿Lo ven ahora?...¿Ven ya ese punto?… El minúsculo punto negro que está situado justamente en el centro de la esfera?…
Penetren en él…  Siéntanlo... Tóquenlo con su mente... No piensen en otra cosa… Sólo en ese punto negro... Es liviano... Flota... No pesa nada... Concéntrense¡¡¡
Ahora comenzaré a contar lentamente… y cuando llegue a diez... en el mismo instante en que escuchen la palabra diez, eleven el punto negro, tiren de él levantándolo lentamente con su mente…
Guarden silencio y concéntrense sólo en ese punto negro y levántenlo en el aire…
Uno… Dos… Tres… Cuatro… Cinco… Seis… Siete… Ocho… Nueve…
¡Diez¡

La gran esfera de mármol comenzó a levitar suavemente, elevándose poco a poco. Asombrosamente ascendió más de un metro sobre la plataforma que la contenía y siguió subiendo hasta alcanzar más de diez metros de altura. 
El foco luminoso la seguía en su ascensión y todos los participantes estábamos extasiados sintiendo un poder sobrenatural que nos hacía seguir empujándola mentalmente hacia arriba.

¡De repente alguien rompió el silencio con un grito aterrador!

Un segundo antes un halo luminoso se había formado sobre todos cuantos estábamos allí reunidos y una especie de tela azul transparente y brillante tejida con tenues rayos de luz turquesa, que centelleaban nerviosos entre algunas de las cabezas de la gente, conformaba una red temblorosa que cubría todas las gradas del estadio.

Otro grito siguió al primero y al cabo de un instante toda la gente gritaba histérica. 

La red luminosa despareció repentinamente y la bola de mármol cayó sobre la huevera de hormigón, reventándola en mil pedazos. 

Se encendieron las luces del estadio. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a la luz ambiental.

La voz metálica pidió calma y dio instrucciones para que abandonásemos el edificio de forma ordenada, pero el pánico se apoderó de muchas personas que huyeron despavoridas hacia las salidas. 
Las escaleras de acceso se colapsaron. Miles de personas rodaban gradas abajo aplastando a los que estaban en niveles inferiores. 

Por suerte yo estaba sentado muy cerca de uno de los accesos y conseguí llegar al pasillo principal en pocos segundos. Pero muchos habían caído ya y los demás pasaban sobre ellos pisándolos. 

Vi un hueco entre una máquina expendedora de refrescos y una columna de hormigón, me refugié allí para evitar ser arroyado y permanecí oculto hasta que, después de no sé cuánto tiempo, se hizo el silencio de nuevo, entonces salí de mi refugio. 

Docenas de personas permanecían inmóviles en el suelo. Me asomé al interior del estadio y vi en las gradas cientos de cadáveres. Perdí el conocimiento y supongo que al caer me golpee la cabeza. 

Ahora, no sé cuánto tiempo ha pasado exactamente, estoy sentado en una cama de no sé qué hospital, escribiendo estas palabras…

Escrito por Dimas Luis Berzosa Guillén.

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