sábado, 10 de mayo de 2014

¿Quién soy yo?

Antes de nada he de decir que no sé para qué o por qué escribo esto, nadie me obliga a hacerlo. Es más, sé que ninguna persona va a leerlo nunca, pues esa es mi voluntad. No obstante, aun habiéndolo sentenciado previamente a la intranscendencia y casi con toda seguridad a una efímera existencia, tengo la esperanza de que este texto que ahora inicio pudiera resultarme de alguna utilidad en este postrero, y por tanto desesperado, intento de descubrirme a mi mismo, si es que, a la postre, existe esa posibilidad. 

Imaginemos que de esta forma, al hacerlo, es como si hablara con, o más exactamente para, un oyente virtual. Una persona que, aunque yo no pueda verla ni ella verme a mí, me habría de escuchar pacientemente durante todo el tiempo del mundo, de una manera objetiva y sin inmutarse lo más mínimo por aquello que yo pudiera decir, fuese o no sensato, cuerdo o real, sin formarse juicios arrebatados a priori y, lo que es más importante aún, sin interrumpir en ningún momento mis cavilaciones; por tanto en absoluto silencio y con exquisita atención.
Ante esta persona yo no habría de sentir reparo, pudor o vergüenza de expresar aquello que me viniera en gana, aún si se tratara de cuestiones o sentimientos personales. O incluso, llegado el caso, de aspectos íntimos de mi ser que pudieran llegar a ser considerados por mí mismo como inconfesables.
Imagino que mediante este ejercicio, al hablar o escribir a ese ser inexistente, contándole absolutamente todo lo que se me vaya ocurriendo sin que existan cortapisas sentimentales, éticas o morales, yo mismo, como si fuera esa otra persona, sería capaz de comprender lo que sucede en mi interior. 
No es que haya perdido el juicio, no; al menos así lo creo, aunque no tiene causa que me lo cuestione, porque si realmente así fuera no habría de ser consciente de ello.
En consecuencia partiré de la hipotética premisa, en éste extraño postulado en ciernes, de que aún conservo la cordura.
Supongamos que toda ésta diarrea kafkiana de frases insurgentes que ahora empiezan a fluir tímidamente de mi cerebro, aún aturulladas y difusas, son consecuencia de la exasperante soledad en la que estoy sumido, y que ella, ahora obsesiva y pertinaz compañera que no me abandona nunca, es la que me obliga a caer en esta especie de paranoia, haciendo que algunas ideas surjan inopinadamente en una especie de rebelión incipiente que poco a poco debe de ir tomando forma y consistencia.
Pero para que esta auto-reflexión pueda llegar a adquirir solidez es conveniente escribirlo; a pesar de no ser imprescindible, puesto que lo que escribo está destinado a mí mismo y conozco de primera mano lo que voy a contar. A pesar de ello, digo,  y antes de aventurarme en busca de mi propia esencia por los derroteros de ésta mi memoria extraviada, debiera comenzar por hacer una breve exposición o al menos tratar de expresar, aunque sea de forma somera en este escrito, el cómo y el por qué comenzó todo.

Dicen, y parece ser cierto pues así lo atestigua mi documento nacional de identidad, que mi alumbramiento tuvo lugar en un pequeño pueblo andaluz de la provincia de Jaén llamado el Algar hace ahora cincuenta y un años y medio. También dicen que mi nombre es José, aunque aseguran que todos me llamaban Pepe, y que mis apellidos son: Hidalgo por mi padre y Caballero por mi madre; ambos ya difuntos, al parecer.
Y digo que lo dicen, porque yo, aunque parezca mentira, no tenía ni idea de ello hasta hace ahora tres meses. Concretamente me enteré de estas y otras cuestiones el día seis de Octubre de dos mil diez a las once de la mañana, momento en el cual, Paco Escudero Leal; el que ahora y desde entonces es mi psicoterapeuta, se entrevistó conmigo por primera vez. Y ese, para mis entendederas, es el instante en que realmente nací yo, o cuando menos el día en que empecé a tener conciencia de mi propia existencia.

Paco me reveló, entre otras muchas cosas, que yo tenía esposa y dos hijas. Y efectivamente hube de creerle pues una vez concluyó aquella primera sesión de terapia en su despacho, que se prolongó durante algo más de hora y media, las hizo pasar a las tres para que yo las conociera. Y en realidad eso exactamente fue lo que sucedió: que de esa manera y en ese preciso instante las conocí. Puesto que al verlas, por más que lo intenté, yo no fui capaz de reconocerlas; o por expresarlo en la forma que todos explicaron aquel extraño suceso: no fui capaz de acordarme de ellas. Así es que aquel acto consistió más en una tímida presentación amistosa que en un reencuentro familiar.
Desde entonces he revivido una y otra vez la imagen de un recuerdo obstinado del que quizás podría ser considerado por mí como el más impactante recuerdo de estos, pocos aún, que empiezan a conformar mi nueva memoria. Me estoy refiriendo al preciso instante en que vi por primera vez a Esther. De sus ojos emanaba un sentimiento sincero y profundo de camaradería y complicidad hacia mí. Se notaba a la legua que me quería. Su mirada me abrumó de tal forma que cuando se acercó a mí para abrazarme sentí vergüenza. No supe, o no pude, corresponder a su efusividad y retrocedí nervioso ante la generosidad de aquella mujer desconocida que me tendía sus manos frías mientras sus ojos, destilando con amargura un par de gruesas lágrimas que resbalaban por sus mejillas, rebuscaban en mi interior con la esperanza de que yo, en un milagroso y titánico esfuerzo, fuese capaz de encontrar, aunque solo fuera uno pequeño y fugaz, alguno de tantos recuerdos de entre todos los que supuestamente vivimos ella y yo en nuestra pretendida relación anterior. 
Por supuesto había algo en su rostro que me inspiraba confianza, y no me habría importado que me besara y me acariciara si hubiéramos estado solos ella y yo. Supongo, aunque esté mal decirlo, que como lo habría hecho con cualquier otra, pues al fin y al cabo en aquel momento de mi existencia no conocía a ninguna otra mujer. Pero allí, delante de las dos muchachas y de Paco, me pareció poco adecuado, así que me resistí dulcemente a sus caricias para no herir sus sentimientos y me acerqué a Patricia, la más pequeña de las niñas, e inmediatamente después a Ruth, la mayor de ellas. Ambas se abrazaron a mi cintura y me besaron emocionadas en las mejillas.
Paco insistió en que sería muy positivo que los cuatro nos abrazásemos y nos tocásemos, y que mientras lo hiciésemos permaneciésemos sentados en el amplio sofá de piel situado junto a un gran ventanal a través del cual el cálido sol de la mañana que inundaba la sala parecía lo único real y tangible de aquella inopinada escena, seguramente entrañable para ellas, pero para mí bastante desagradable, extraña e insustancial. Él dijo que de esta forma algo podía despertar en mi interior y así pudiera ser que yo en cualquier momento comenzase a recordar algo de mi pasado.
Pero, en vez de permitir o fomentar cualquier tipo de contacto físico, yo preferí mirarlas solamente y escucharlas sentado sobre uno de los mullidos cojines en el suelo, muy cerca de ellas, eso sí, pero manteniendo las distancias mientras duró aquel primer encuentro.
Puede parecer, contado así, que carezco de sensibilidad, o que ahora soy incapaz de demostrar afecto, dado que se trataba de mi familia más allegada, pero ciertamente puedo asegurar sin temor a equivocarme que: yo no había visto nunca antes a aquellas personas.
Además, supongo que no debe resultar en absoluto fácil para nadie imaginar cuál sería su reacción si un día lo sentaran con tres desconocidas y le obligaran a besarlas y abrazarlas con toda naturalidad, porque, aunque él no lo supiera, esas personas debían ser en realidad su esposa y sus hijas.

Esther es delgada, luce una melena corta de cabello lacio teñido de rubio. Sus ojos, de un verde intenso y puro, casi esmeralda, son grandes y expresivos. Su nariz es pequeña y muy bien formada, igual que su boca y sus orejas. Sus pechos, pequeños y turgentes, armonizan con su figura menuda, esbelta y bien proporcionada. Es una mujer elegante en el vestir y en sus modales. Estoy convencido de que debe de resultar bastante atractiva a los hombres. Es inteligente, cordial, amable, protectora y generosa. Me parece una buena mujer.
Pero he de decir que yo nunca me la hubiera imaginado así. Si alguien me hubiera preguntado cómo imaginaba yo a mi esposa, antes de verla a ella, hubiese dicho que debía ser alta, de constitución fuerte y atlética, con el cabello rizado, largo y nigérrimo como el azabache, sus ojos negros, grandes y rasgados, su piel nívea, su boca grande y su voz cálida, suave y aterciopelada. Sin embargo Esther es tal y como expliqué antes, y no como yo me la habría imaginado o como me hubiera gustado que fuese. 
A pesar de ello, poco a poco me voy acostumbrando a su imagen, a sus palabras, a su forma de ser. Y... me gusta. Pero a veces me sucede que vuelvo a pensar en aquella morena de pelo largo que resurge una y otra vez en mi subconsciente de forma inesperada. No sé por qué, cuando menos me lo espero, aparece esa otra mujer. Quizás es porque a Esther, en éste momento, la veo como una imposición del destino y no como a alguien con quien yo habría elegido compartir mi existencia.

.../...

Autor: Dimas Luis Berzosa Guillén.


No hay comentarios:

Publicar un comentario