domingo, 11 de mayo de 2014

Las gallinas de mi pueblo.



Sábado por la tarde. Las gallinas caminan raudas, meneando sus grandes panderos al son de las campanadas.
Oyeron el primero, que fue toque de aviso. El segundo, que lo fue de confirmación, hizo que revolotearan impacientes y nerviosas. Y, como remate inapelable, está sonando ya la tercera serie de pastosas campanadas; la misma que, de forma inexorable, proclama el último aviso para el evento.
Las gallinas saben que con ellas, o sin ellas, inapelablemente, en cuanto el último tañido deje de oírse, dará comienzo el ritual, así que, el inicio del tercer toque viene a ser como la espoleta detonante de una bomba que las impeliera a abandonar sus gallineros y a precipitarse calle arriba, o calle abajo, que según el barrio del que procedan así habrán de subir o bajar, para llegar hasta la pedrera, a la que acuden siempre disfrazadas. Tanto se transforman para asistir al evento que, algunas, aún siéndome incluso demasiado familiares vistas de lejos, así, embadurnadas de polvos y aceites sutiles, delicados pigmentos de colores y humores destilados de flores prensadas, me resultan desconocidas.
Todas andan raudas, unas van vestidas de negro, las que más; otras de blanco, las que menos; y el resto lucen de colores anaranjados, amarillos, verdosos o azulados. Abigarradas y ceñidísimas. Fajadas de punta a punta, con sus cilicios de color carne bajo la enagua; esos desaprensivos fajines elásticos que, a algunas, las más orondas, casi les cortan la respiración.
Son gallinas, las gallinas de mi pueblo, y las puedes identificar fácilmente por sus típicos y estereotipados tocados, una especie de abultados cascos de peluquería marujil, redondos y lacados. Unos negros o casi; otros teñidos de rubio; y algunos, bastantes en realidad, de nívea blancura.
También sabrás que son ellas por esos sobrecitos de piel sintética que esconden bajo las alas, que les son imprescindibles para transportar su caterva bazaril: el caramelillo de menta para la tos, el abanico para airearse, la llave del gallinero, la estampa de la madona que las consuela, el pañuelillo de hilo para el moqueo y los rubores, y calderilla para el cepillo. 
Y ¿cómo no?, también puedes comprobar indefectiblemente que se trata de ellas, por ese gesto compulsivo e inexplicable que nunca deja de sorprenderme: que no dejan de mirarse una y otra vez, de manera insistente, las puntas de los pies. Lo hacen cada vez que detienen su caminar. Es curioso, cómo se asoman para mirarselos, inclinando las cabezas por encima de sus voluminosos pechos mientras se oprimen las generosas barrigas cruzando sobre ellas los brazos, de esa forma consiguen vislumbrar las punteras de sus zapatos mientras mueven los pies a uno y otro lado, y se los miran sin cesar para comprobar… bueno, la verdad es que no sé qué es lo que tienen que comprobar, pero hombre, si lo hacen tan a menudo será porque algo las inquieta.
Otro rasgo característico de las gallinas de mi pueblo, son sus expresiones verbales sui géneris. Ahora os hablaré de una que me llama especialmente la atención, es la del “asinesque” 
“Asin-es-que” no es un vocablo nuevo, ni un extranjerismo; aunque pueda dar la impresión de serlo, se trata solo del efecto extraño que produce añadir una simple, escueta y discreta “n” a la palabra “así” y pronunciarla, junto con “es” y “que”, todo seguido. La utilizan siempre para reafirmar un hecho y, de vez en cuando, para cubrir una laguna, o salir de un silencio en la conversación porque, en ese momento, no saben qué decir.
Pero, no las llamo gallinas solo por todo esto que acabo de contaros, no amigos no, las llamo así también por cómo hablan, cuando habitualmente se reúnen tres o más de ellas. Y es que lo hacen tan a prisa, y en un tono tan jocoso que, oídas desde lejos, dan la impresión de ser eso, gallinas, y porque suelen hablar todas a la vez, y porque son capaces de teorizar, discutir y filosofar sobre, algo tan nimio como, por poner un ejemplo, el vuelo de una mosca.
Oídas de cerca, te das cuenta de que, en realidad, no cloquean sino que hablan, lo hacen de forma parecida a cómo lo hacemos el resto del mortales, pero ellas más rápido, en un tono más alto y con mucho más énfasis que cualquiera de nosotros; si es que cualquiera de nosotros fuera capaz de polemizar, o mantener una conversación, sobre algo tan fútil y banal como puede serlo el teorema del tendedero, que según ellas, viene a versar sobre la forma correcta de tender una braga sobre una cuerda suspendida en medio del patio, para que ésta se seque al sol sin ser vista.
Así son las gallinas de mi pueblo, volubles, altisonantes y pizpiretas. Naturales, eso sí, tanto como el tomillo y el romero de los campos de mi serranía. Y simples, sencillas y elementales, como los líquenes que nacen en la antigua fuente del Allozar. Claro que, ese es su orgullo, su idiosincrasia, su pedigrí. ¿Por qué habrían de ser conspicuas y cultivadas?, ¿que sacarían con ello?. Así, siendo como son, viven felices, y siempre están distendidas y risueñas. Hurra por las gallinitas de mi pueblo.

Autor: Dimas Luis Berzosa Guillén.


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